Entre Dos Madres: El Peso de la Lealtad

—¿Otra vez te vas a quedar en casa de la señora Marta? —La voz de mi mamá, doña Carmen, retumbó en la cocina, donde el olor a café quemado se mezclaba con la tensión del momento.

Me quedé quieta, con las llaves en la mano y el corazón latiendo tan fuerte que sentí que todos los vecinos podían oírlo. Era la tercera noche esa semana que dormía en casa de mi suegra, Marta, quien llevaba meses luchando contra una diabetes que le había quitado fuerzas y ganas de vivir. Mi esposo, Julián, trabajaba hasta tarde en la fábrica y yo era la única que podía acompañarla, prepararle su insulina, vigilar que no se le bajara el azúcar, escuchar sus quejas y sus recuerdos de cuando bailaba cumbia en las fiestas del barrio.

—Mamá, Marta está muy mal. No tiene a nadie más —intenté explicar, pero ella me interrumpió con ese gesto duro que sólo usaba cuando sentía que perdía el control sobre mí.

—¿Y yo qué? ¿Acaso no soy tu madre? ¿No te di todo? ¿Ahora resulta que una extraña vale más que yo?

Sentí un nudo en la garganta. No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde que Julián y yo nos casamos, mi mamá había tenido problemas para aceptar que mi vida ya no giraba sólo alrededor de ella. Pero ahora, con Marta enferma, todo se había vuelto más difícil. Mi mamá decía que yo era una tonta por dejarme explotar, que la familia política sólo traía problemas, que nadie agradece los sacrificios.

—No es eso, mamá. Tú sabes cuánto te quiero. Pero Marta está sola. Si no la ayudo yo, ¿quién lo hará?

Ella soltó una carcajada amarga.

—¡Pues su hijo! ¡Para eso lo tienes! Pero claro, como siempre, las mujeres cargamos con todo. Y tú… tú siempre tan buena, tan dispuesta a olvidarte de tu propia madre por quedar bien con los demás.

Me dolió. Porque en el fondo sabía que algo de razón tenía. Desde niña había aprendido a complacerla, a ser la hija ejemplar: buenas notas, ayudar en la tienda, cuidar a mis hermanos menores cuando papá se fue a buscar suerte a Estados Unidos y nunca volvió. Pero ahora era diferente. Ahora tenía otra familia, otras responsabilidades.

Salí de la casa sin despedirme. Caminé rápido por las calles polvorientas del barrio San Rafael, esquivando perros callejeros y saludando con un gesto a doña Lety, la vecina chismosa. Al llegar a casa de Marta, la encontré sentada en su sillón favorito, mirando una novela mexicana en la tele.

—¿Ya cenaste, hija? —me preguntó con voz débil.

—No, pero no te preocupes. Voy a prepararnos algo —le respondí mientras revisaba su glucómetro.

Mientras cocinaba arroz y calentaba frijoles refritos, pensé en Julián. Él siempre agradecía mi ayuda con su mamá, pero últimamente estaba distante. El estrés del trabajo y la preocupación por Marta lo tenían agotado. Apenas hablábamos más allá de lo necesario.

Esa noche, mientras Marta dormía y yo lavaba los trastes bajo una luz amarilla y triste, mi celular vibró. Era un mensaje de mi hermana menor:

«Mamá está llorando. Dice que ya no le importas. ¿Vas a venir mañana?»

Me senté en una silla y lloré en silencio. Sentía que estaba fallando a todos: a mi mamá por no estar con ella como antes; a Julián por no poder aliviar su dolor; a Marta por no ser suficiente para calmar su soledad; y a mí misma por no saber cómo dividirme sin romperme.

Al día siguiente fui temprano al mercado para comprar fruta fresca para Marta. En el camino me encontré con don Ernesto, el carnicero.

—Te ves cansada, hija —me dijo—. ¿Todo bien en casa?

Le sonreí débilmente.

—Es difícil cuando tienes dos madres y sólo un corazón…

Él asintió con sabiduría.

—No hay receta para eso. Pero recuerda: uno nunca deja de ser hijo ni deja de ser nuera. Hay que buscar el equilibrio.

Sus palabras me acompañaron todo el día. Cuando llegué a casa de mi mamá para dejarle unas medicinas que necesitaba para su presión alta, ella apenas me miró.

—¿Vienes sólo porque te acuerdas o porque te sientes culpable? —me soltó sin rodeos.

Me senté frente a ella y tomé sus manos arrugadas.

—Vengo porque te quiero. Porque eres mi mamá y siempre lo serás. Pero también tengo otra familia ahora. No sé cómo hacerlo bien…

Por primera vez en mucho tiempo vi lágrimas en sus ojos.

—Tengo miedo de perderte —susurró—. Desde que te casaste siento que ya no te importo igual…

La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar como cuando era niña y tenía miedo de los truenos.

—Nunca te voy a dejar, mamá. Pero necesito que entiendas que también tengo que cuidar a Marta. Si estuvieras tú sola y enferma, yo haría lo mismo por ti…

Nos quedamos así un rato largo, llorando juntas en silencio.

Esa noche hablé con Julián. Le conté todo lo que sentía: la culpa, el cansancio, el miedo de perder a mi mamá y también el miedo de fallarle a él y a Marta.

—No tienes que cargar sola con todo —me dijo mientras me tomaba la mano—. Podemos turnarnos para cuidar a mi mamá. Y si quieres pasar más tiempo con la tuya, yo lo entiendo…

Por primera vez sentí un poco de alivio. No tenía todas las respuestas ni soluciones mágicas para contentar a todos, pero al menos ya no estaba sola en esto.

Con el tiempo logré organizarme mejor: algunos días cuidaba a Marta; otros los dedicaba a mi mamá; algunos domingos intentábamos reunirnos todos para comer juntos aunque fuera arroz con huevo y tortillas hechas a mano.

No fue fácil ni perfecto. Hubo más discusiones, lágrimas y silencios incómodos. Pero poco a poco aprendimos a respetar los espacios y necesidades de cada quien.

Hoy todavía me duele recordar aquella noche en la cocina cuando sentí que perdía a mi mamá por querer ayudar a otra madre. Pero también sé que el amor no se divide: se multiplica cuando se comparte desde el corazón.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre dos familias, dos amores y dos deberes? ¿Cómo encuentran ustedes ese equilibrio sin dejarse romper por dentro?