Entre el amor y el abandono: Cuando mi hogar dejó de ser mío
—¿Otra vez, Julián? ¿No ves que no puedo más? —grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi esposo empacar su maleta en silencio. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín, como si quisiera ahogar mis palabras.
Julián no me miró. Sus manos temblaban mientras doblaba una camisa. —Es mi mamá, Lucía. No puedo dejarla sola. Tú no entiendes lo que es ver a la mujer que te crió perderse en su propia mente.
Yo sí lo entendía. Lo entendía demasiado bien. Desde que Doña Teresa llegó a nuestra casa hace seis meses, mi vida se había convertido en un laberinto de miedo y culpa. La primera vez que salió descalza a la calle, gritando nombres que no reconocía, tuve que correr tras ella bajo el sol ardiente, rogando que los vecinos no llamaran a la policía. Cuando la encontré sentada en la acera, murmurando palabras enredadas, sentí un nudo en el estómago que no me ha soltado desde entonces.
No era solo el cansancio físico. Era el terror de perderme a mí misma en medio de sus gritos nocturnos, de sus miradas vacías, de sus súplicas para que la llevara «a casa», aunque ya estaba en casa. Mis hijos, Camila y Mateo, empezaron a dormir con la puerta cerrada. Camila lloraba en silencio cuando su abuela confundía su nombre o la llamaba «mamá». Mateo dejó de invitar amigos porque le daba vergüenza que vieran a su abuela hablando sola o haciendo ruidos extraños.
—¿Y nosotros? ¿No somos tu familia también? —le pregunté a Julián esa noche, con la voz baja para no despertar a los niños.
Él se detuvo y me miró por fin. Sus ojos estaban rojos, llenos de una tristeza que me partió el alma. —No quiero elegir entre ustedes. Pero no puedo abandonarla.
Me senté en la cama y sentí cómo el peso de los meses se me venía encima. Recordé cuando conocí a Julián en la universidad, cómo me enamoré de su ternura y su sentido de responsabilidad. Nunca imaginé que esa misma responsabilidad sería la grieta que partiría nuestro matrimonio.
La enfermedad de Doña Teresa era un monstruo invisible. Los médicos decían que era demencia senil avanzada, irreversible. A veces pasaba días enteros sin reconocer a nadie; otras veces, tenía momentos de lucidez en los que lloraba por lo que estaba perdiendo.
Una tarde, mientras preparaba café en la cocina, escuché un golpe seco en el baño. Corrí y la encontré tirada en el suelo, sangrando de la frente. Llamé a Julián entre sollozos y él llegó corriendo del trabajo. Esa noche dormimos los tres en la sala, temiendo que volviera a levantarse y se lastimara otra vez.
Los días se volvieron una rutina de medicinas, pañales, gritos y silencios incómodos. Yo dejé mi trabajo como profesora para cuidarla tiempo completo. Mi mundo se redujo a cuatro paredes y una mujer que se desvanecía frente a mis ojos.
Una noche, después de otro episodio en el que Doña Teresa intentó salir a la calle en pijama bajo la lluvia, le dije a Julián que ya no podía más.
—Necesitamos ayuda profesional —le rogué—. Hay lugares donde pueden cuidarla mejor que nosotros. Aquí nos estamos destruyendo todos.
Él me miró como si le hubiera clavado un cuchillo. —¿Quieres meterla en un asilo? ¿Eso harías con tu propia madre?
No supe qué responderle. Mi mamá murió cuando yo era niña; nunca tuve que enfrentar esa decisión. Pero sabía que lo que estábamos haciendo no era vida para nadie.
Las discusiones se hicieron diarias. Julián empezó a dormir en el sofá. Los niños evitaban estar en casa. Yo lloraba en silencio cada noche, sintiéndome una mala esposa y una peor nuera.
Un día, Doña Teresa desapareció. Salió mientras yo lavaba los platos y no me di cuenta hasta media hora después. Salí corriendo por el barrio, preguntando a los vecinos si la habían visto. Llamé a Julián entre gritos histéricos. La encontramos horas después, sentada en una banca del parque, descalza y empapada por la lluvia.
Esa noche fue la última gota. Le dije a Julián que si no buscábamos ayuda externa, yo me iría con los niños.
Él no dijo nada. Solo empezó a empacar su maleta al día siguiente.
Ahora estoy aquí, sentada en la sala vacía, escuchando el eco de mis propios pensamientos. ¿Hice mal al poner límites? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por amor? ¿Cuántas familias latinoamericanas viven este mismo infierno silencioso?
A veces me pregunto si hay alguna respuesta correcta o si solo existen decisiones dolorosas disfrazadas de amor.