Entre el amor y el olvido: La historia de Marta
—¿Por qué tienes que meterte en todo, mamá? —La voz de Camila, mi hija menor, retumbó en la cocina como un portazo invisible. Sentí que el aire se volvía más denso, como si la humedad de la tarde se colara entre las paredes de nuestra casa en San Miguel de Tucumán.
Me quedé quieta, con las manos aún húmedas por lavar los platos del almuerzo. Afuera, los perros ladraban y el sol caía a plomo sobre el patio, pero adentro solo había silencio y ese eco hiriente de las palabras de mi hija.
No era la primera vez que escuchaba algo así. Desde que mis hijos crecieron y formaron sus propias vidas, cada consejo mío parecía una intromisión, cada gesto de cariño, una molestia. Me preguntaba en qué momento pasé de ser el centro de su mundo a convertirme en una sombra incómoda.
Recuerdo cuando decidí dejar mi trabajo como maestra en la escuela del barrio. Fue después de que nació Tomás, nuestro segundo hijo. Mi esposo, Jorge, trabajaba en la municipalidad y ganaba lo suficiente para mantenernos. «Los chicos necesitan a su mamá en casa», me decía él, y yo asentía convencida. No me pesaba entonces. Me sentía útil, necesaria, amada.
Durante años, mi vida giró alrededor de ellos: meriendas calientes después de la escuela, uniformes planchados, remedios para la fiebre en las madrugadas. Fui la que calmó sus pesadillas y celebró sus logros. Pero ahora, cuando intento ayudar, solo recibo miradas cansadas o frases cortantes.
—Mamá, ya no somos chicos —me dijo Tomás hace poco, mientras discutíamos sobre su mudanza con Lucía, su novia—. Tenés que aprender a soltarnos.
¿Soltarlos? ¿Cómo se hace eso después de haberlos tenido tan cerca toda la vida? ¿Cómo se aprende a no preocuparse cuando los ves cansados o tristes?
Jorge intenta consolarme. «Es normal, Martita. Los chicos crecen y hacen su vida. Vos también tenés que buscar la tuya». Pero ¿cuál es mi vida ahora? ¿Dónde quedaron mis sueños? ¿Acaso no era suficiente con haber sido madre?
A veces me siento invisible en mi propia casa. Camila llega tarde del trabajo y apenas me saluda. Tomás viene solo los domingos y pasa más tiempo mirando el celular que conversando conmigo. Hasta Jorge parece más distante desde que se jubiló; pasa horas en la huerta o jugando al truco con los vecinos.
El otro día, mientras barría el patio, escuché a Camila hablando por teléfono:
—Mi mamá no entiende que ya no necesito que me diga qué hacer…
Me dolió más de lo que quisiera admitir. Recordé a mi propia madre, doña Rosa, que siempre tenía una opinión para todo y cómo yo también me molestaba con sus consejos. ¿Será que esto es un ciclo sin fin?
Una tarde decidí hablar con Camila. Preparé mate y esperé a que llegara del trabajo. Cuando entró, le ofrecí una taza y me senté frente a ella.
—Hija, ¿te molesta que me preocupe tanto? —le pregunté con voz temblorosa.
Ella suspiró y bajó la mirada.
—No es eso, mamá… Solo que a veces siento que no confías en mí. Que piensas que voy a equivocarme siempre.
Me quedé callada un momento. ¿Era eso lo que transmitía? ¿Desconfianza?
—No es desconfianza —le dije—. Es miedo. Miedo de que te pase algo y no pueda ayudarte. Miedo de no ser suficiente…
Camila se acercó y me abrazó fuerte. Lloramos juntas en silencio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi hija volvía a ser esa niña que buscaba refugio en mis brazos.
Pero la realidad volvió rápido. Al día siguiente todo siguió igual: cada uno en su rutina, cada uno con sus preocupaciones.
A veces pienso en buscar un trabajo o anotarme en algún taller de costura o pintura en el centro cultural del barrio. Pero me invade el miedo: ¿y si ya no sé hacer otra cosa más que ser madre? ¿Y si nadie me necesita?
Una tarde fui al mercado y me encontré con Graciela, una vecina de toda la vida. Me contó que ella también sentía lo mismo desde que sus hijos se fueron a Buenos Aires.
—Al final, una cría hijos para el mundo —me dijo—. Pero nadie te enseña cómo seguir después.
Esa noche no pude dormir. Miré fotos viejas: cumpleaños, navidades, viajes al dique El Cadillal… En todas sonreíamos juntos. Ahora cada uno sonríe por su cuenta.
Me pregunto si hice bien en dejar todo por ellos. Si debí pensar más en mí misma. Pero entonces recuerdo sus caritas dormidas, sus risas corriendo por el patio… Y sé que no cambiaría nada.
Sin embargo, no puedo evitar sentirme sola. Sola entre gente que amo pero que ya no me necesita como antes.
¿Será este el destino de todas las madres? ¿Dar todo hasta quedarse vacías? ¿O todavía hay tiempo para encontrarme a mí misma?
¿Ustedes qué piensan? ¿Es posible volver a empezar cuando sentís que tu vida ya no te pertenece?