Entre el amor y la libertad: La historia de una abuela que se atrevió a decir no
—Mamá, ¿puedes venir mañana a las siete? Mateo tiene fiebre y no quiero dejarlo solo con la niñera —me dijo Lucía por teléfono, su voz cargada de esa urgencia que sólo una madre conoce.
Miré el reloj. Eran las nueve de la noche y yo acababa de regresar de mi primera clase de pintura en la Casa de la Cultura. El olor a óleo aún impregnaba mis manos. Sentí una punzada de culpa mezclada con una extraña rebeldía. ¿Por qué sentía que tenía que pedir permiso para vivir mi propia vida?
—Lucía, mañana tengo planeado ir al parque con el grupo de senderismo. Ya te dije que los miércoles son para mí —respondí, tratando de sonar firme, aunque por dentro temblaba.
Hubo un silencio al otro lado. Podía imaginarla frunciendo el ceño, apretando los labios como cuando era niña y no conseguía lo que quería.
—¿En serio, mamá? ¿Prefieres irte a caminar con unas desconocidas antes que cuidar a tu nieto enfermo? —su voz se quebró, y sentí el peso de su decepción caer sobre mí como una losa.
Colgué el teléfono y me senté en la cama. La casa estaba en silencio, sólo se escuchaba el zumbido lejano del tráfico en la avenida Insurgentes. Pensé en mi propia madre, doña Carmen, que nunca tuvo tiempo para sí misma. Siempre estaba cocinando, limpiando, cuidando nietos ajenos. Murió cansada y sin haber cumplido ninguno de sus sueños.
«¿Eso quiero para mí?», me pregunté.
Desde que me jubilé del hospital donde fui enfermera por treinta años, todos —mi esposo, mis hijos, mis amigas— asumieron que ahora sería la abuela perfecta: disponible, paciente, siempre dispuesta a sacrificarme. Pero yo tenía otros planes. Quería aprender a bailar salsa, viajar a Oaxaca con mis amigas del club de lectura, inscribirme en clases de fotografía. Quería descubrir quién era yo fuera de los roles que la vida me había impuesto.
Pero cada vez que decía «no», sentía que traicionaba a mi familia. En México, ser abuela es casi un mandato sagrado. Las mujeres como yo crecimos escuchando que primero está la familia y después una misma. ¿Cómo romper con eso sin sentirme egoísta?
Esa noche no dormí bien. Soñé con mi madre, con Lucía niña llorando porque no podía comprarle una muñeca nueva, conmigo corriendo de un lado a otro del hospital mientras afuera llovía a cántaros.
Al día siguiente, mientras preparaba café, recibí un mensaje de Lucía: «No te preocupes, ya resolví. Pero me duele que no quieras ayudarme».
Sentí un nudo en la garganta. Quise llamarla y decirle que sí, que iría corriendo si me necesitaba. Pero respiré hondo y recordé las palabras de mi amiga Rosario: «Si no te cuidas tú, nadie lo hará por ti».
Esa tarde fui al parque con el grupo de senderismo. Caminamos entre jacarandas florecidas y platicamos sobre libros, películas y sueños postergados. Me sentí viva por primera vez en años.
Pero al regresar a casa, encontré a mi esposo Ernesto sentado en la sala, con el ceño fruncido.
—¿Por qué no fuiste con Lucía? —me preguntó sin rodeos.
—Porque tenía otros planes —respondí, sintiendo cómo la culpa volvía a apretar mi pecho.
—Eres su madre. Ella te necesita —insistió él.
—Yo también me necesito —le dije casi en un susurro.
Ernesto me miró como si hablara en otro idioma. En su mundo, las mujeres siempre estaban disponibles para los demás.
Los días siguientes fueron tensos. Lucía apenas me hablaba. Mi hijo menor, Diego, me llamó para decirme que entendía mi postura pero que «quizá podrías ceder un poco». Hasta mis amigas del club de lectura comentaron que «una abuela nunca descansa».
Me sentí sola y confundida. ¿Estaba siendo egoísta? ¿O era justo reclamar un poco de vida para mí?
Una tarde, mientras pintaba un paisaje del Ajusco en mi taller improvisado, Lucía llegó sin avisar. Traía los ojos hinchados y el cabello recogido en un chongo desordenado.
—Mamá —dijo apenas cruzó la puerta—. Perdón si fui dura contigo. Es que estoy agotada… Siento que todo recae sobre mí y pensé que tú podrías ayudarme más ahora que tienes tiempo.
La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar contra el mío.
—Entiendo cómo te sientes —le dije—. Pero también necesito tiempo para mí. No quiero terminar como tu abuela Carmen: cansada y sin sueños propios.
Lucía lloró en silencio un rato largo. Luego se secó las lágrimas y me miró a los ojos.
—¿Cómo le haces para no sentirte culpable?
Sonreí triste.
—No lo sé… A veces sí me siento culpable. Pero también sé que si no empiezo a vivir ahora, nunca lo haré.
Esa noche cenamos juntas y hablamos como hacía años no lo hacíamos. Le conté mis sueños postergados; ella me habló de sus miedos como madre joven y profesionista en una ciudad tan dura como esta.
Poco a poco fuimos encontrando un equilibrio: algunos días cuido a Mateo con gusto; otros días Lucía busca otras opciones o simplemente acepta que no puedo estar siempre disponible. Ernesto sigue sin entender del todo, pero ha aprendido a respetar mis espacios.
A veces todavía siento la punzada de culpa cuando digo «no». Pero cada vez es más leve. He aprendido que ser abuela no significa renunciar a mí misma.
Ahora camino por las calles de Coyoacán con mis amigas, bailo salsa los viernes y planeo ese viaje a Oaxaca que tanto soñé. Y cuando abrazo a Mateo, lo hago desde el amor y no desde la obligación.
¿Será posible romper con generaciones de sacrificio silencioso? ¿Cuántas mujeres más se atreven a elegir su propio camino después de toda una vida dedicada a los demás?