Entre el amor y la sombra de mamá: la decisión que cambió mi vida

—¿Y entonces, Mariana? ¿Qué le vas a responder a Ricardo? —La voz de mi hermana Lucía retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el borde de la mesa con los nudillos blancos.

No podía respirar. El aroma del café recién hecho no lograba calmarme. Miré por la ventana: afuera, el bullicio de Ciudad de México seguía su curso, ajeno a mi tormenta interna.

—No lo sé, Lucía. No lo sé —susurré, sintiendo que las palabras me raspaban la garganta.

Hace diez años, mi vida se partió en dos. Descubrí a Tomás, mi esposo de toda la vida, besando a una muchacha que podría haber sido su hija. No hubo gritos ni escenas; solo el portazo seco cuando lo eché de casa. Mi hija, Valeria, tenía apenas veinte años y lloró conmigo durante semanas. Pero sobrevivimos. Me levanté cada mañana para ir al hospital donde trabajo como enfermera, y poco a poco, el dolor se volvió rutina.

Valeria se casó joven, con un muchacho bueno llamado Esteban. Al principio, pensé que sería temporal, pero pronto él se instaló en nuestro departamento. Yo me hice a un lado; no quería ser esa suegra entrometida que tanto temía. Me mudé a un cuartito en la azotea y les dejé el resto del espacio. Aprendí a estar sola.

Fue entonces cuando conocí a Ricardo. Alto, moreno, con una sonrisa franca y manos de trabajador. Nos encontramos en una brigada de salud en Iztapalapa. Él era voluntario; yo, la encargada de vacunas. Me invitó un café y terminamos hablando hasta que cerraron el puesto. Me sentí viva otra vez.

Pero Ricardo venía con equipaje: su madre, doña Carmen. Viuda desde hacía años, doña Carmen era el centro de su mundo. «Mi mamá es todo para mí», me dijo Ricardo en nuestra tercera cita. Yo asentí, sin imaginar lo que eso significaba.

El mes pasado, Ricardo me propuso matrimonio. Sacó un anillo sencillo y me miró con esos ojos llenos de esperanza.

—Mariana, quiero pasar el resto de mi vida contigo —dijo—. Pero hay algo que debes saber: mi mamá vendría a vivir con nosotros. No puedo dejarla sola.

Sentí un nudo en el estómago. Recordé las veces que visité su casa: doña Carmen opinando sobre todo —la comida, la ropa, incluso cómo debía peinarme—. «Las mujeres decentes no usan pantalones tan ajustados», me soltó una vez. Ricardo solo sonrió incómodo.

Desde entonces, no duermo bien. Mi hermana insiste:

—A tu edad, ¿vas a dejar pasar esta oportunidad? ¿Quién más te va a querer así?

Pero yo pienso en las noches solitarias después del divorcio, en cómo aprendí a disfrutar mi espacio y mi silencio. ¿Estoy dispuesta a perder eso?

Valeria me llama todos los días:

—Mamá, Ricardo es bueno contigo. Y doña Carmen ya está grande; seguro no será tan difícil.

Pero yo sé lo que es vivir bajo la sombra de otra mujer. Mi propia suegra me hizo la vida imposible durante años: criticaba cómo criaba a Valeria, cómo cocinaba, hasta cómo tendía las camas.

Una tarde, fui a casa de Ricardo para hablar con doña Carmen. Ella me recibió con su sonrisa helada.

—Así que quieres casarte con mi hijo —dijo sin rodeos—. Espero que sepas cocinar mole como Dios manda.

Me tragué el orgullo y respondí:

—Puedo aprender, doña Carmen. Pero también espero que respete mi espacio.

Ella soltó una carcajada seca:

—Aquí las cosas se hacen como yo digo.

Salí de ahí temblando. Ricardo me abrazó en la puerta.

—Dale tiempo —me susurró—. Mi mamá es difícil pero tiene buen corazón.

¿Buen corazón? No lo sé. Lo único que sé es que cada vez que pienso en mudarme con ellos, siento que me ahogo.

En el hospital, mis compañeras opinan:

—Mariana, si lo amas, aguanta tantito. Las suegras siempre son así al principio.

Pero yo ya no soy esa mujer sumisa de antes. He visto demasiadas amigas perderse en matrimonios donde nunca tuvieron voz.

Una noche, soñé que estaba atrapada en una casa sin ventanas, con doña Carmen gritando órdenes desde la cocina y Ricardo mirando hacia otro lado. Me desperté sudando frío.

Al día siguiente, Ricardo vino a buscarme al trabajo.

—¿Ya pensaste en mi propuesta? —preguntó con voz suave.

Lo miré largo rato antes de responder:

—Ricardo, te quiero mucho… pero no puedo vivir bajo las reglas de tu mamá. No después de todo lo que he pasado.

Vi cómo su rostro se desmoronaba.

—¿Entonces es un no?

Las lágrimas me ardieron en los ojos.

—Es un tal vez… si podemos encontrar una solución donde todos tengamos nuestro espacio y respeto.

Ricardo bajó la cabeza.

—Déjame hablar con ella —dijo finalmente—. No quiero perderte.

Esa noche lloré como no lo hacía desde el divorcio. Lloré por mí misma, por todas las mujeres que han tenido que elegir entre su felicidad y las expectativas familiares.

Hoy sigo esperando una respuesta. No sé qué decidirá Ricardo ni si doña Carmen podrá cambiar. Pero sí sé una cosa: ya no estoy dispuesta a sacrificarme por miedo a estar sola.

¿Vale la pena renunciar a tu paz por amor? ¿Cuántas veces más debemos las mujeres elegir entre nuestra libertad y lo que otros esperan de nosotras?