Entre el desorden y el silencio: La historia de Mariana
—Necesito limpieza y orden. Si no puedes darme eso, haz tus maletas —me dijo Roy anoche, con esa voz fría que me atraviesa como un cuchillo.
Él ya se había ido a trabajar cuando abrí los ojos. La sábana aún guardaba su olor a colonia barata y cigarro. Me quedé ahí, inmóvil, sintiendo el eco de sus palabras rebotar en las paredes del departamento. ¿Cómo llegué a este punto? ¿En qué momento mi vida se redujo a limpiar migajas y esconder mi tristeza bajo la alfombra?
Me obligué a salir de la cama, arrastrando los pies por el suelo frío. El departamento de Roy era pequeño, pero cada rincón parecía juzgarme: la cocina con los platos sucios de anoche, el baño con las toallas húmedas tiradas en el piso, la sala donde aún quedaban restos de la discusión. «No sirves para nada, Mariana», me repetía mi madre cuando era niña, allá en nuestro barrio de Tegucigalpa. Ahora era Roy quien lo decía, aunque usara otras palabras.
Me detuve frente al espejo del baño. Tenía los ojos hinchados y el cabello hecho un desastre. Recordé a mi abuela Rosa, que siempre decía: «Mija, una mujer debe ser fuerte, aunque el mundo se caiga a pedazos». Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía como una sombra flotando en una casa ajena.
El celular vibró sobre la mesa. Era un mensaje de mi hermana Lucía: «¿Cómo amaneciste? ¿Otra vez pelearon?» Dudé en responderle. No quería preocuparla; ella ya tenía suficiente con sus propios problemas y los tres niños que criar sola en Choluteca.
Me puse a limpiar, como autómata. Lavé los platos, barrí el piso, recogí la ropa sucia. Cada movimiento era una súplica muda: «Mírame, Roy, estoy intentando ser suficiente para ti». Pero sabía que no bastaría. Nunca bastaba.
A media mañana llegó doña Carmen, la vecina del 302, a pedirme azúcar. Me miró con esos ojos curiosos y compasivos.
—¿Todo bien, Marianita? Te ves pálida.
—Sí, doña Carmen. Solo no dormí bien —mentí.
Ella asintió, pero no me creyó. Antes de irse, me apretó la mano.
—No dejes que nadie te apague, hija. Ni marido ni nadie.
Sus palabras me hicieron llorar apenas cerró la puerta. Me senté en el suelo de la cocina y dejé que las lágrimas salieran. Recordé cuando llegué a San Pedro Sula buscando trabajo y libertad. Pensé que Roy sería mi salvación; ahora era mi carcelero.
Por la tarde, llamé a mi madre en Tegucigalpa. Su voz sonaba lejana, como siempre.
—¿Y ese hombre tuyo ya te dejó en paz?
—No, mamá…
—Pues si no te quiere como eres, venite pa’casa. Aquí siempre tendrás un techo.
Pero yo no quería volver derrotada. No quería que mis tías dijeran «te lo dije» en cada reunión familiar.
Cuando Roy regresó esa noche, encontró todo reluciente. Ni una mota de polvo, ni un vaso fuera de lugar. Me miró de reojo mientras se quitaba los zapatos.
—Así sí da gusto llegar —dijo sin sonreír.
Yo asentí en silencio. Quise decirle que me dolía su indiferencia, que necesitaba más que órdenes y reproches. Pero las palabras se atoraron en mi garganta.
Durante la cena, intenté sacar conversación:
—Hoy vino doña Carmen…
—¿Otra vez esa vieja metiche? —me interrumpió—. No quiero que andes contando nuestras cosas por ahí.
Me callé. Sentí cómo mi mundo se hacía más pequeño con cada palabra suya.
Esa noche soñé con mi infancia: mi padre borracho gritando, mi madre llorando en la cocina, Lucía escondida bajo la cama. Desperté sudando frío. Me pregunté si estaba repitiendo el mismo ciclo de mujeres sometidas y hombres ausentes.
Al día siguiente, mientras limpiaba el polvo del televisor, encontré una foto vieja de Roy con su exesposa y su hijo pequeño. Me pregunté si ella también había sentido este vacío, este miedo constante a no ser suficiente.
Decidí salir a caminar para despejarme. El barrio estaba lleno de vida: niños jugando fútbol en la calle, vendedores ambulantes gritando sus ofertas, señoras chismorreando en las esquinas. Me sentí invisible entre tanta gente.
Me detuve frente a una iglesia y entré sin pensarlo mucho. Me senté en una banca y cerré los ojos. «Diosito, dame fuerzas para no perderme a mí misma», susurré.
Al volver al departamento, encontré a Roy revisando mis cosas.
—¿Qué buscas? —pregunté temblando.
—Solo quiero asegurarme de que no estés escondiendo nada raro —respondió seco.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿En qué momento dejamos de confiar?
Esa noche no pude dormir. Pensé en Lucía criando sola a sus hijos; en doña Carmen sobreviviendo al abandono de su esposo; en mi madre resistiendo años de maltrato por miedo al qué dirán.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de rebeldía encenderse dentro de mí. ¿Por qué debía aceptar vivir así? ¿Por qué tenía que mendigar amor y respeto?
Al amanecer empecé a empacar mis cosas en silencio. Cada prenda doblada era un acto de dignidad recuperada. Cuando Roy despertó y me vio junto a la maleta, abrió los ojos sorprendido.
—¿Qué haces?
—Busco mi propio orden —le respondí sin temblar—. Y si aquí no lo encuentro, prefiero irme antes que perderme a mí misma.
Salí del departamento sin mirar atrás. Caminé bajo el sol ardiente de San Pedro Sula sintiéndome ligera por primera vez en años.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre el miedo y las expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero a nosotras mismas?