Entre el orgullo y el perdón: La visita inesperada de mi exsuegra
—¿Cómo pudiste dejar que esa mujer viera a la niña? ¿Dónde está tu dignidad, Mariana?— La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo sostenía la taza de café con manos temblorosas. Afuera, el sol de junio caía a plomo sobre el patio, donde los globos del cumpleaños aún colgaban, desinflados y tristes, como yo.
Mi hija, Valentina, acababa de cumplir dos años. Fue una fiesta pequeña, apenas mi hermana Lucía, mis padres y dos vecinas. Su papá, Andrés, mi exesposo, ni siquiera llamó. Ni un mensaje. Nada. El silencio de él pesaba más que cualquier palabra hiriente que me hubieran podido decir.
Pero fue su madre, doña Rosa, quien me llamó dos días antes. «Mariana, sé que no tengo derecho, pero… ¿puedo ver a la niña en su cumpleaños? No quiero problemas, solo quiero abrazarla un ratito». Su voz sonaba cansada, derrotada. Dudé. Mi madre me miró con esos ojos de juicio eterno cuando le conté.
—¿Y si viene solo para espiar? ¿Para contarle a Andrés?— preguntó Lucía, siempre desconfiada.
Pero yo recordé las veces que doña Rosa me defendió cuando Andrés llegaba tarde o se iba sin avisar. Recordé cómo me traía caldo cuando estaba embarazada y cómo lloró conmigo la noche que él se fue de la casa con otra mujer.
La mañana del cumpleaños, mientras colgaba serpentinas en la sala, sentí una punzada en el pecho. ¿Estaba traicionando mi orgullo? ¿O simplemente estaba haciendo lo correcto para Valentina?
Doña Rosa llegó puntual, con una caja de regalo envuelta en papel barato y una bolsa de pan dulce. Se arrodilló frente a Valentina y le cantó «Las Mañanitas» con una voz temblorosa. Mi hija la miró con curiosidad y luego le regaló una sonrisa tímida. Yo observaba desde la puerta de la cocina, sintiendo que todo el peso del pasado se apretaba en mi garganta.
—Gracias por dejarme estar aquí— susurró doña Rosa cuando nos quedamos solas en el patio.
—No tiene que agradecerme nada. Usted siempre fue buena conmigo— respondí, aunque sentía que traicionaba a mi familia.
La fiesta terminó temprano. Cuando doña Rosa se fue, mi madre explotó:
—¡No tienes ni un gramo de dignidad! ¡Después de todo lo que te hizo esa familia! ¿Qué va a decir la gente?
Me quedé callada. ¿Qué iba a decir? Que prefería que Valentina tuviera una abuela presente aunque su padre fuera un fantasma. Que yo también necesitaba sentir que no estaba sola en este mundo donde las madres solteras somos vistas como fracasadas o como mujeres sin valor.
Esa noche, mientras bañaba a Valentina, ella me preguntó:
—¿Quién era esa abuelita?
—Es la mamá de tu papá— le dije, tragando saliva.
—¿Va a venir otra vez?
No supe qué responderle. No quería prometerle algo que no podía cumplir. Pero tampoco quería cerrarle la puerta al cariño, aunque viniera de un lugar doloroso.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi madre dejó de hablarme. Lucía me mandaba mensajes pasivo-agresivos: «Espero que no te arrepientas después». En el trabajo, apenas podía concentrarme; sentía que todos sabían lo que había hecho y me juzgaban en silencio.
Una tarde, mientras recogía a Valentina del kínder, vi a doña Rosa esperándonos en la esquina. Me asusté. Pensé en ignorarla, pero Valentina corrió hacia ella gritando «¡Abu!». Doña Rosa me miró con lágrimas en los ojos.
—No quiero causarte problemas, Mariana. Solo quería darte esto— me entregó una bolsa con ropa usada para la niña y un frasco de miel casera.
Sentí una mezcla de vergüenza y gratitud. Sabía que mi madre nunca aceptaría esos regalos en casa. Pero también sabía que yo sola no podía con todo.
Esa noche discutí con mi madre otra vez.
—¿Por qué insistes en mantener ese vínculo? ¿No ves que te humillas?
—No es por mí, mamá. Es por Valentina. Ella tiene derecho a conocer a su abuela.
Mi madre bufó y se encerró en su cuarto. Yo me quedé sentada en la sala oscura, abrazando a mi hija dormida y preguntándome si estaba haciendo lo correcto o si solo estaba buscando consuelo donde no debía.
Los meses pasaron y doña Rosa empezó a visitarnos cada tanto. Traía frutas del mercado o juguetes viejos de cuando Andrés era niño. A veces se quedaba a tomar café conmigo y hablábamos de todo menos de él. Era como si ambas necesitáramos ese pequeño refugio para no sentirnos tan solas.
Pero el pueblo es pequeño y las lenguas largas. Pronto empezaron los comentarios: «Mira a Mariana, tan necesitada que hasta recibe a la exsuegra», «Seguro quiere que Andrés regrese». Mi autoestima se fue al piso. Empecé a dudar de cada decisión.
Un día encontré a Valentina llorando porque una compañerita le dijo que su papá no la quería y que por eso su abuela venía sola. Sentí rabia e impotencia.
Esa noche llamé a Andrés por primera vez en meses.
—Solo quiero saber si alguna vez vas a llamar a tu hija o si prefieres seguir fingiendo que no existe— le dije con voz firme.
Del otro lado hubo silencio y luego un suspiro cansado.
—No sé cómo hacerlo, Mariana. Me siento un fracaso.
—No es por ti ni por mí. Es por ella— respondí antes de colgar.
No sé si algún día Andrés volverá a ser parte de nuestras vidas. Pero sí sé que doña Rosa ha llenado un vacío enorme para Valentina y para mí. A veces pienso que la familia no es solo sangre ni orgullo; es también quienes deciden quedarse cuando todos los demás se van.
Ahora, mientras veo dormir a mi hija abrazada al oso viejo que le regaló su abuela paterna, me pregunto: ¿Vale más el orgullo o el amor? ¿Hasta dónde debemos dejar entrar el pasado para construir un futuro mejor para nuestros hijos?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Dejarían entrar a esa abuela o cerrarían la puerta para siempre?