Entre el silencio y el perdón: la historia de una madre y su hija
—¿Por qué no me contestas, Luciana?— susurré al teléfono, con la voz quebrada, mientras el tono de llamada se repetía una y otra vez en el silencio de mi pequeño departamento en Buenos Aires. Era la tercera vez esa noche que intentaba comunicarme con ella. Al principio pensé que estaría ocupada, tal vez cansada después del trabajo, o simplemente distraída viendo alguna novela mexicana que tanto le gustaban. Pero cuando ni siquiera respondió a mi mensaje de voz, una punzada de miedo me atravesó el pecho.
Luciana siempre fue mi motor. Después del divorcio con Ernesto, su papá, ella y yo nos convertimos en dos islas que intentaban mantenerse a flote en medio de una tormenta. Yo creía que era su refugio, su sostén, pero ahora, sentada en la penumbra de mi sala, me preguntaba si alguna vez realmente la había escuchado.
El divorcio fue un terremoto. Ernesto se fue con otra mujer y yo me quedé con Luciana, una adolescente silenciosa que apenas salía de su cuarto. Recuerdo una noche, cuando tenía dieciséis años, que la escuché llorar detrás de la puerta. Toqué suavemente.
—¿Estás bien, hija?
—Déjame en paz, mamá— respondió entre sollozos.
Pensé que era normal, cosas de la edad. Yo también estaba rota y no supe cómo acercarme. Me refugié en el trabajo, en las cuentas por pagar, en sobrevivir. Pero ahora, años después, ese eco de su voz dolida volvía a perseguirme.
Decidí ir a buscarla a su departamento en Caballito. Caminé las calles grises bajo la llovizna porteña, apretando el bolso contra el pecho como si fuera un escudo. Cuando llegué, toqué el timbre varias veces. Nadie respondió. Me senté en la vereda, empapada y temblando, hasta que una vecina salió.
—¿Busca a Luciana? Hace días que no la veo— dijo con tono preocupado.
El miedo se transformó en angustia. Llamé a su mejor amiga, Valeria.
—¿Sabés algo de Luciana? No responde mis mensajes.
Hubo un silencio incómodo.
—Se fue unos días a Córdoba con unos amigos. Dijo que necesitaba espacio…
Espacio. Esa palabra me golpeó como una bofetada. ¿Espacio de mí? ¿En qué momento me convertí en alguien de quien mi hija necesitaba huir?
Esa noche no dormí. Me senté frente a la ventana viendo las luces lejanas de la ciudad y repasé cada momento en que pude haberla herido sin querer. Recordé cuando le grité porque llegó tarde una noche; cuando no fui a su muestra de teatro porque tenía una reunión importante; cuando le dije que tenía que ser fuerte y no llorar por su padre.
Al día siguiente recibí un mensaje escueto: “Estoy bien. No te preocupes”.
No pude más y le escribí un largo correo electrónico. Le conté mis miedos, mis errores, lo sola que me sentía desde que se fue su papá y cómo muchas veces no supe cómo ser madre y padre al mismo tiempo. Le pedí perdón por cada vez que no la escuché, por cada palabra dura, por cada abrazo que no le di.
Pasaron días sin respuesta. El silencio era un cuchillo lento. En el trabajo apenas podía concentrarme; mis compañeras notaban mi tristeza pero nadie preguntaba nada. En el supermercado veía madres e hijas riendo juntas y sentía una punzada de celos y culpa.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba mate para distraerme, sonó el timbre. Era Luciana. Estaba más delgada y sus ojos tenían ojeras profundas.
—¿Podemos hablar?— dijo sin mirarme.
Nos sentamos en la mesa de la cocina. El aire estaba cargado de palabras no dichas.
—Mamá… toda mi vida sentí que no era suficiente para vos— soltó de golpe.— Siempre estabas ocupada o cansada o triste por papá. Yo también sufría y nunca te diste cuenta.
Las lágrimas me brotaron sin control.
—Perdóname, hija… Yo pensé que te protegía siendo fuerte…
—Pero yo solo quería que me abraces— murmuró.— Que me digas que estaba bien llorar…
Nos abrazamos por primera vez en años. Lloramos juntas hasta quedarnos sin fuerzas.
Desde ese día empezamos a reconstruir nuestra relación, ladrillo por ladrillo. No fue fácil; hubo reproches, silencios incómodos y muchas charlas largas en cafés del barrio. Aprendí a escucharla sin juzgarla y ella empezó a confiarme sus miedos y sueños.
Hoy sé que ser madre no es solo cuidar y proveer; es también pedir perdón y aceptar los propios errores. Luciana sigue sanando sus heridas y yo las mías. Pero ahora caminamos juntas, aunque a veces tropecemos.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres e hijas viven atrapadas en silencios y malentendidos? ¿Cuántas veces creemos proteger cuando en realidad estamos alejando? ¿Y si nos atreviéramos a hablar antes de que sea demasiado tarde?