Entre el sofá y la ventana: la historia de Mariana
—¡Mariana! ¿Dónde están mis chanclas? —gritó Julián desde el sofá, sin apartar la vista del televisor.
El sonido del fútbol llenaba la sala, mezclándose con el llanto de Camila, nuestra hija menor, que pedía atención desde su cuna improvisada en la esquina. Yo estaba en la cocina, con las manos cubiertas de harina y el corazón apretado de cansancio. Miré por la ventana y ahí estaba él: Andrés, nuestro vecino del 302, cargando bolsas de despensa para la señora Rosa, la viejita del edificio que apenas podía caminar. Andrés siempre tenía tiempo para ayudar, para sonreírle a todos, para ser ese tipo de hombre que parece salido de una telenovela.
—¡Mariana! ¿Me escuchaste? —insistió Julián, ahora con tono impaciente.
Respiré hondo. Me limpié las manos en el delantal y fui a buscarle las chanclas. Las encontré justo donde siempre: debajo de la mesa del comedor, junto a los juguetes de los niños. Se las llevé sin decir palabra. Él ni siquiera me miró. Solo murmuró un «gracias» automático y siguió viendo el partido.
Me senté en la mesa, con la mirada perdida en el ventanal. Afuera, Andrés saludaba a los niños del edificio, les regalaba caramelos y les preguntaba por sus tareas. Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué mi vida era así? ¿Por qué Julián se había convertido en ese hombre que solo existía para el trabajo y el sofá? ¿Por qué yo tenía que ser madre, esposa, empleada y niñera al mismo tiempo?
No siempre fue así. Cuando conocí a Julián, era divertido, soñador, lleno de planes. Me enamoré de su risa fácil y de cómo me hacía sentir especial. Pero después de casarnos y tener a los niños, todo cambió. Él empezó a llegar más tarde del trabajo, a hablar menos, a delegar todo lo doméstico en mí. «Es que tú eres mejor para eso», decía. «Yo trabajo mucho afuera». Y yo también trabajaba: en casa, en la oficina, en la vida.
Una tarde de domingo, mientras intentaba dormir a Camila y ayudar a Emiliano con su tarea de matemáticas, escuché un alboroto en el pasillo. Salí y vi a Andrés corriendo escaleras arriba con un extintor en la mano. Había humo saliendo del departamento de la señora Rosa. Sin pensarlo dos veces, Andrés entró al departamento y sacó a la señora en brazos. Todos los vecinos lo vitorearon como si fuera un héroe de película.
Esa noche, mientras cenábamos en silencio —Julián con su celular y yo con mi tristeza— le dije:
—¿Viste lo que hizo Andrés hoy?
—¿Qué hizo ahora ese payaso? —respondió Julián sin levantar la vista.
—Salvó a la señora Rosa del incendio.
Julián solo encogió los hombros.
—Seguro quiere que todos lo vean como el gran salvador. Yo no tengo tiempo para esas cosas.
Sentí rabia. No por Andrés, sino por Julián. Por mí. Por todos los sueños que se habían quedado atrapados entre pañales sucios y cuentas por pagar.
Esa noche lloré en silencio mientras Julián roncaba a mi lado. Me pregunté si era justo vivir así. Si era justo que yo tuviera que ser fuerte para todos mientras él se escondía detrás del cansancio y las excusas.
Pasaron los días y la rutina siguió igual. Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Empecé a salir más al parque con los niños, a conversar con otras mamás del edificio, a buscar pequeños momentos solo para mí: leer un libro en la azotea, tomarme un café sin prisa en la esquina. Andrés siempre saludaba con una sonrisa amable. Nunca cruzamos más palabras que un «buenos días», pero su presencia me recordaba que aún existían hombres diferentes.
Un viernes por la noche, después de acostar a los niños, me senté frente a Julián y le dije:
—Necesito hablar contigo.
Él suspiró, molesto por interrumpir su serie favorita.
—¿Ahora qué pasó?
—Estoy cansada —dije—. Cansada de hacer todo sola, de sentirme invisible en mi propia casa.
Julián me miró como si no entendiera nada.
—¿De qué hablas? Yo trabajo mucho para que no te falte nada.
—No es solo dinero lo que necesito —le respondí—. Necesito sentirme acompañada, valorada… amada.
Él se quedó callado unos segundos.
—¿Y qué quieres que haga? Así son las cosas —dijo finalmente—. Mi papá era igual con mi mamá y nunca se quejó.
Ahí lo entendí todo: estábamos repitiendo una historia vieja como el tiempo. Una historia donde las mujeres cargan con todo y los hombres se esconden tras la tradición y el machismo disfrazado de cansancio.
Esa noche dormí poco. Pensé en mis hijos, en el ejemplo que les estábamos dando. Pensé en mi mamá, que también fue una mujer fuerte pero callada. Pensé en todas las Marianas que hay en Latinoamérica: mujeres jóvenes atrapadas entre el deber y el deseo de ser vistas.
Al día siguiente decidí hacer algo diferente. Le pedí a Julián que se quedara con los niños porque yo necesitaba salir sola un rato. Protestó al principio, pero aceptó cuando vio mi determinación. Caminé sin rumbo por las calles del barrio hasta llegar al parque central. Me senté bajo un árbol y lloré todo lo que no había llorado en años.
Sentí alivio y miedo al mismo tiempo. Alivio por soltar el peso; miedo por no saber qué vendría después.
Regresé a casa más tranquila. Julián estaba agotado pero había logrado sobrevivir dos horas solo con los niños. No le dije nada; solo lo abracé fuerte antes de dormir.
Desde entonces empecé a poner límites pequeños: un día para mí cada semana; repartir tareas domésticas; exigir respeto y atención. No fue fácil ni rápido. Julián protestó muchas veces; otras tantas simplemente ignoró mis palabras. Pero poco a poco fue entendiendo que yo no era su sirvienta ni su sombra.
Andrés siguió siendo el héroe del edificio; yo aprendí a ser la heroína de mi propia vida.
Hoy tengo treinta años y sigo casada con Julián. No es perfecto ni mucho menos un héroe de telenovela, pero ha cambiado lo suficiente para que yo no me sienta invisible. Mis hijos crecen viendo a una mamá fuerte pero también feliz; a un papá que aprende cada día a ser mejor compañero.
A veces miro por la ventana y veo a Andrés ayudando a alguien más. Sonrío agradecida porque su ejemplo me inspiró a cambiar mi propia historia.
Y me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están esperando ver un héroe afuera cuando podrían empezar por serlo ellas mismas? ¿Cuántos hombres se esconden detrás del sofá porque nadie les enseñó a amar de otra manera?