Entre el trabajo y el amor: la noche en que me elegí a mí misma

—¿Otra vez vas a llegar tarde por esa maldita junta, Andrés? —le grité desde la cocina, con la voz quebrada y el corazón apretado. El reloj marcaba las diez y media de la noche y la comida que preparé con esmero ya estaba fría. Escuché el portazo y sus pasos cansados entrando al departamento.

—Mariana, por favor, no empieces —me respondió sin mirarme, dejando su portafolio sobre la mesa. Su camisa estaba arrugada y tenía ojeras profundas, pero lo que más me dolía era esa distancia invisible que se había instalado entre nosotros.

Me quedé parada, con el cucharón en la mano, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho. No era la primera vez que Andrés elegía su trabajo en la constructora antes que a mí. Pero esa noche, después de semanas de promesas rotas y silencios incómodos, sentí que algo dentro de mí se quebraba.

—¿Sabés qué? Ya ni siquiera sé para qué cocino —dije en voz baja, casi para mí misma. Andrés suspiró y se sirvió un vaso de agua. Ni siquiera se acercó a probar mi guiso de lentejas, ese que tanto le gustaba cuando recién nos mudamos juntos.

—No es tan fácil, Mariana. Si no trabajo así, no llegamos a fin de mes. ¿O preferís volver a vivir con tu mamá en Lanús? —me lanzó, con ese tono hiriente que usaba cuando se sentía acorralado.

Sentí una punzada en el estómago. Mi mamá… hacía meses que no la veía porque no soportaba escuchar sus críticas sobre mi relación. «Ese chico sólo piensa en él», me repetía cada vez que hablábamos por teléfono. Pero yo me aferraba a la idea de que Andrés cambiaría, de que todo era una mala racha.

Esa noche, mientras él se encerraba en el cuarto con su laptop y yo lloraba en silencio en el balcón mirando las luces de la ciudad, recordé las palabras de mi abuela: «Uno no puede vivir esperando que el otro lo elija siempre». Y ahí me di cuenta: yo había dejado de elegirme hacía mucho tiempo.

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas vacías. Andrés salía temprano, volvía tarde y apenas cruzábamos palabras. Yo empecé a sentirme invisible, como si fuera un mueble más del departamento. Mis amigas me invitaban a salir pero siempre encontraba excusas para no ir. Me daba vergüenza admitir que mi relación estaba hecha trizas.

Una tarde, mientras ordenaba unos papeles viejos buscando una boleta de luz, encontré una carta de mi papá. Hacía años que no sabía nada de él desde que se fue con otra mujer a Rosario. En la carta me pedía perdón por haberse ido y me decía que nunca dejara de luchar por mi felicidad. Me largué a llorar como una nena. Sentí bronca, abandono y una tristeza tan profunda que me costaba respirar.

Esa noche, cuando Andrés llegó, lo esperé sentada en el sillón con la carta en la mano.

—¿Podemos hablar? —le dije apenas entró.

Él me miró sorprendido, como si no esperara que yo tuviera algo importante para decirle.

—Estoy cansada, Mariana. ¿No puede esperar hasta mañana?

—No —le respondí firme—. No puede esperar más.

Le conté cómo me sentía: sola, ignorada, como si nuestra vida juntos fuera sólo una obligación más en su agenda apretada. Le hablé del miedo a terminar como mis padres: dos extraños bajo el mismo techo. Le pedí que eligiera: o luchábamos juntos por nosotros o cada uno seguía su camino.

Andrés se quedó callado un largo rato. Miró por la ventana y después me dijo:

—No sé si puedo darte lo que necesitás ahora. El trabajo me está matando y no quiero perderlo…

Sentí un frío recorrerme el cuerpo. Era la respuesta que temía pero también la que necesitaba para despertar.

Esa noche dormí en el sillón. Al día siguiente, antes de irse, Andrés dejó una nota sobre la mesa: «Perdón por no poder ser el hombre que esperabas».

Me quedé mirando esa hoja temblorosa entre mis manos y sentí una mezcla de alivio y dolor. Llamé a mi mamá y le pedí si podía ir unos días a su casa. Cuando llegué, me abrazó fuerte sin decir nada. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.

Los días pasaron lentos pero empecé a reencontrarme conmigo misma: salí a caminar por el barrio, retomé mis clases de cerámica y hasta me animé a salir con mis amigas. Descubrí que podía reírme otra vez sin sentir culpa ni miedo al futuro.

Un domingo al mediodía, mientras almorzábamos en familia, mi mamá me miró a los ojos y me dijo:

—Te veo distinta, hija. Más liviana…

Sonreí y le respondí:

—Por fin entendí que nadie puede elegir por mí lo que merezco.

A veces Andrés me escribe mensajes cortos preguntando cómo estoy. Ya no siento bronca ni tristeza; sólo gratitud por lo vivido y por haber tenido el coraje de soltar.

Ahora cada vez que alguien me pregunta si volvería atrás, pienso en esa noche frente al balcón y respondo:

—¿Cuántas veces nos olvidamos de elegirnos a nosotros mismos por miedo a estar solos? ¿Y si la verdadera soledad es vivir acompañados pero sintiéndonos invisibles?

¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre perderse o reencontrarse?