Entre Herencias y Recuerdos: Lo Que No Quise Guardar
—¿Dónde pongo estas cajas, Mariana? —La voz de mi tía Lucía retumbó en el pasillo, mientras mi hijo lloraba en la habitación y yo intentaba terminar el almuerzo antes de que mi esposo llegara del trabajo.
No tuve tiempo de responder. Lucía ya había entrado, arrastrando dos cajas enormes que olían a humedad y a pasado. Las puso sobre la mesa, justo encima de los cuadernos de mi hijo y el mantel limpio que acababa de poner.
—Son cosas de tu abuela —dijo, como si eso lo explicara todo—. Nadie más las quiere y tú eres la única que tiene espacio.
Espacio. Me reí por dentro. Si supiera que apenas puedo caminar entre los juguetes, los libros y la ropa que se acumula en cada rincón de este departamento pequeño en el centro de Guadalajara. Pero Lucía no espera respuestas, solo asentimientos. Así ha sido siempre en mi familia: la palabra de los mayores es ley.
Me quedé mirando las cajas. Una tenía manteles bordados, fotos en blanco y negro, cartas con tinta corrida. La otra, platos desportillados, un jarrón roto y una figura de porcelana que nunca me gustó. Sentí una mezcla de culpa y rabia. ¿Por qué debía cargar yo con todo eso? ¿Por qué nadie preguntó si quería esos recuerdos?
—Tía, la verdad es que no tengo dónde ponerlas…
Ella me interrumpió con una mirada dura:
—Mariana, tu abuela siempre decía que tú eras la más responsable. ¿Vas a dejar que sus cosas terminen en la basura?
Mi hijo seguía llorando. El arroz se pegaba en la olla. Y yo sentí cómo el peso de esas cajas se multiplicaba dentro de mí.
Esa noche, después de acostar a mi hijo y cenar en silencio con mi esposo, abrí las cajas una por una. Cada objeto era un recordatorio de lo que se espera de mí: ser la hija ejemplar, la sobrina obediente, la madre perfecta. Pero yo solo quería un poco de paz.
Al día siguiente, llamé a mi hermana Laura. Ella vive en Monterrey, lejos del drama familiar.
—¿No quieres algunas cosas de la abuela? —le pregunté, intentando sonar casual.
—¿Otra vez con eso? —suspiró—. Ya sabes cómo es Lucía. Siempre te toca a ti porque eres la única que nunca dice que no.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Era cierto? ¿Siempre aceptaba todo por miedo al conflicto?
Pasaron los días y las cajas seguían ahí, como dos fantasmas en mi sala. Mi esposo empezó a molestarse:
—Mariana, ¿por qué no tiras lo que no sirve? No tenemos espacio ni para nosotros.
Pero tirar cosas era traicionar a mi abuela, o al menos eso me hacía sentir Lucía cada vez que llamaba para preguntar si ya había acomodado «el legado familiar».
Un sábado por la tarde, mientras limpiaba el polvo de los platos viejos, mi hijo se acercó y tomó una foto antigua.
—¿Quién es ella, mamá?
Era mi abuela cuando era joven, sonriendo en una plaza de pueblo. Me senté con él y le conté historias que apenas recordaba. Por un momento, sentí ternura por esos objetos… pero también tristeza por todo lo que representaban: obligaciones impuestas, recuerdos ajenos, expectativas que nunca elegí.
Esa noche soñé con mi abuela. Me miraba desde el otro lado del comedor, rodeada de sus cosas.
—No tienes que cargar con todo esto —me dijo en el sueño—. El amor no cabe en una caja.
Desperté llorando. Decidí que era hora de hablar claro.
Llamé a Lucía:
—Tía, necesito hablar contigo. No puedo quedarme con todas las cosas de la abuela. No tengo espacio ni tiempo para cuidarlas como se merecen.
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—¿Entonces las vas a tirar? —preguntó con voz herida.
—No quiero tirarlas —respondí—, pero tampoco puedo seguir guardando cosas solo por obligación. Si alguien más las quiere, que venga por ellas. Si no… guardaré solo lo que realmente signifique algo para mí y para mi hijo.
Lucía colgó sin despedirse. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo.
Esa semana fue un torbellino de llamadas y mensajes familiares. Algunos me acusaron de ingrata; otros me confesaron en privado que ellos tampoco querían más «herencias» en sus casas llenas de vida propia.
Al final, seleccioné unas pocas fotos y cartas para guardar en una caja pequeña. El resto lo doné a una iglesia del barrio; algunos objetos los llevé al mercado de pulgas donde una señora los miró con nostalgia y me agradeció por compartir «pedacitos de historia».
Mi casa se sintió más ligera. Mi corazón también.
Un domingo cualquiera, mientras jugaba con mi hijo en el piso del salón despejado, pensé en todo lo que había pasado.
¿Por qué nos cuesta tanto decir que no a la familia? ¿Cuántas veces cargamos con cosas —y culpas— que no nos pertenecen solo por miedo a decepcionar?
Tal vez sea hora de empezar a elegir qué recuerdos queremos guardar… y cuáles dejar ir.