Entre Huellas y Recuerdos: La Historia de Valeria

—¡Valeria, no! ¡No metas ese perro aquí! —gritó mi madre desde la cocina, su voz cortante como el filo de un cuchillo recién afilado. Yo tenía apenas siete años y sostenía entre mis brazos a un cachorro callejero, tembloroso y sucio, que había encontrado bajo la lluvia. Mi corazón latía con fuerza, convencida de que, si lo abrazaba lo suficiente, mi madre vería lo que yo veía: un amigo, una esperanza, una promesa de compañía en medio de la soledad de nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín.

Pero no fue así. Mi madre, Gloria, era una mujer de reglas estrictas. Farmacéutica de profesión, obsesionada con la limpieza y el orden, veía en cada pelo de animal una amenaza a su santuario. «Aquí no hay espacio para animales ni para desorden», repetía como un mantra. Así crecí: sin mascotas, sin desorden, sin ruido. Solo ella y yo, en un silencio pulcro que a veces me asfixiaba.

Años después, ya adulta y viviendo sola en un pequeño apartamento en Laureles, creí haber dejado atrás esa infancia rígida. Pero las cicatrices permanecen. Me descubrí limpiando compulsivamente, revisando dos veces si había polvo en los estantes, evitando cualquier cosa que pudiera alterar el orden perfecto que tanto me costó construir. Hasta que conocí a Mauricio.

Mauricio era todo lo contrario a mí: risueño, espontáneo, con una risa contagiosa y una paciencia infinita. Y tenía a Simón, un labrador dorado de ojos traviesos y patas enormes que parecía adueñarse del espacio donde estuviera. La primera vez que fui a su casa, Simón saltó sobre mí, me llenó de babas y pelos, y yo sentí cómo se me apretaba el pecho. Pero Mauricio solo sonrió.

—Tranquila, Valeria —me dijo—. Simón solo quiere saludarte. ¿Te molestan los perros?

Mentí. Dije que no. Pero esa noche, al volver a mi apartamento, pasé horas limpiando la ropa y lavando mis manos hasta que la piel me ardió.

A pesar de todo, seguí viéndolo. Mauricio era diferente a cualquier hombre que hubiera conocido: atento, cariñoso y siempre dispuesto a escucharme. Pero Simón era parte del paquete. Cada cita era una prueba: soportar los pelos en el sofá, las huellas en el piso, el olor inconfundible a perro mojado después de los paseos bajo la lluvia.

Un día, mientras caminábamos por el parque con Simón corriendo delante de nosotros, Mauricio se detuvo y me miró serio.

—Valeria, ¿te gustaría vivir conmigo?

Sentí que el mundo se detenía. Quería decir sí. Quería abrazarlo y gritarle al mundo que por fin había encontrado a alguien que me hacía sentir viva. Pero pensé en Simón. Pensé en mi madre. Pensé en todas las veces que me había dicho que los animales solo traen suciedad y problemas.

—No sé —respondí bajito—. No estoy segura de poder vivir con un perro.

Mauricio suspiró y acarició mi mano.

—Simón es mi familia —dijo—. No puedo dejarlo atrás.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niña. Me sentía atrapada entre dos mundos: el amor por Mauricio y el miedo inculcado por mi madre. Recordé aquella tarde lluviosa cuando intenté salvar al cachorro y cómo mi madre lo echó sin piedad. Recordé su mirada fría mientras cerraba la puerta tras él.

Pasaron semanas en las que apenas hablábamos. Mauricio intentó entenderme, pero yo no podía explicarle lo profundo de mi conflicto. Hasta que un día recibí una llamada inesperada: mi madre había sufrido un accidente doméstico y necesitaba ayuda.

Volví a su departamento con el corazón encogido. Todo seguía igual: impecable, silencioso, aséptico. Mientras la cuidaba, intenté hablarle de Mauricio y Simón.

—¿Por qué quieres complicarte la vida con un hombre que tiene un perro? —preguntó ella con desdén—. Los animales solo traen problemas.

Por primera vez en mi vida le respondí:

—Tal vez los problemas no son los animales, mamá. Tal vez somos nosotros los que no sabemos amar sin condiciones.

Ella me miró sorprendida pero no dijo nada más.

Al regresar a casa esa noche, encontré a Mauricio esperándome en la puerta con Simón sentado a su lado. Me acerqué despacio y acaricié al perro por primera vez sin miedo. Sentí su calor bajo mi mano y algo dentro de mí se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.

—Quiero intentarlo —le dije a Mauricio—. Quiero aprender a vivir contigo… y con Simón.

Los primeros meses fueron difíciles. Luché contra mis impulsos de limpiar cada rincón después de cada paseo, contra el deseo de gritar cada vez que veía pelos en la alfombra o huellas en el piso. Pero poco a poco fui entendiendo que el amor es desordenado, imperfecto y lleno de sorpresas.

Una tarde lluviosa —como aquella de mi infancia— Simón se enfermó gravemente. Pasamos noches enteras cuidándolo juntos; Mauricio lloraba en silencio mientras yo sostenía la cabeza del perro entre mis manos temblorosas. Cuando finalmente Simón se recuperó, sentí que algo había cambiado para siempre dentro de mí.

Mi madre vino a visitarnos meses después. Al principio se negó a entrar si Simón estaba suelto en la casa. Pero cuando vio cómo Mauricio lo abrazaba y cómo yo lo acariciaba sin miedo, algo en su mirada se suavizó.

—Nunca entendí por qué querías tanto un animal —me dijo mientras tomábamos café—. Pero ahora veo que te hace feliz.

Sonreí por primera vez sin culpa frente a ella.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto he cambiado gracias a ese perro travieso y ese hombre paciente. Aprendí que el amor verdadero implica aceptar el caos, las huellas en el piso y los pelos en la ropa; implica sanar heridas antiguas y atreverse a construir una vida propia lejos de los miedos heredados.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar la felicidad por miedo a ensuciarnos las manos? ¿Cuántos amores dejamos ir por no atrevernos a romper las reglas impuestas desde la infancia? ¿Y tú? ¿Te atreverías a abrirle la puerta al desorden si eso significa encontrar tu propia felicidad?