Entre la olla y el corazón: ¿De quién es la culpa cuando mi esposo critica mi comida?

—Otra vez arroz, Mariana… ¿No te cansas de hacer siempre lo mismo? —La voz de Julián retumba en la cocina, mezclándose con el vapor del guiso y el olor a cilantro fresco. Aprieto la cuchara de palo con fuerza, sintiendo cómo la rabia me sube por la garganta, pero me trago las palabras. No quiero pelear otra vez. No hoy.

Desde que nos casamos hace seis años en Medellín, la cocina se ha vuelto mi campo de batalla. Al principio, cocinaba con ilusión: arepas rellenas, sancocho los domingos, frijoles con plátano maduro. Pero poco a poco, cada plato se convirtió en una oportunidad para que Julián encontrara algo que criticar. «Muy salado», «muy simple», «mi mamá le pone más sabor». Cada comentario era una astilla en mi autoestima.

Lo más irónico es que cuando vamos a casa de su mamá, doña Gloria, Julián se transforma. Allí se sirve dos veces, limpia el plato con pan y hasta le pide la receta de los fríjoles. Yo observo desde la esquina del comedor, sintiéndome invisible, preguntándome qué hago mal. ¿Será que no sé cocinar? ¿O será que Julián nunca dejó de ser el niño consentido de su mamá?

Una tarde, después de otra cena fría y silenciosa, me atreví a preguntarle:

—Julián, ¿por qué en casa de tu mamá comes todo y aquí siempre tienes algo que decir?

Él me miró como si no entendiera la pregunta.

—Es diferente, Mariana. Mi mamá cocina como lo hacía cuando era niño. Tú… bueno, tú tienes tu estilo.

—¿Mi estilo? —repetí, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Y eso es malo?

—No es malo… solo que no es igual.

Esa noche lloré en silencio. Me sentí sola en mi propia casa, extraña en mi propia cocina. Recordé las palabras de mi abuela: «El amor entra por la cocina». ¿Será que el amor de Julián ya no entra por ninguna puerta?

Intenté cambiar mis recetas. Busqué videos en YouTube, llamé a mi mamá en Cali para pedirle consejos, hasta le pregunté a doña Gloria cómo hacía su famoso sudado de pollo. Pero nada era suficiente. Siempre había un pero.

Un sábado, mientras lavaba los platos después del almuerzo, escuché a Julián hablando por teléfono con su hermana:

—No sé qué le pasa a Mariana… últimamente anda muy sensible. Todo le molesta.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Acaso no veía lo que estaba pasando? ¿No se daba cuenta del peso de sus palabras?

Las cosas empeoraron cuando quedé embarazada. Las náuseas me impedían cocinar como antes y Julián empezó a pedir comida para llevar. «Mejor pidamos empanadas donde doña Rosa», decía sin mirarme. Yo me sentía inútil, desplazada por una bolsa de papel grasosa.

Un día, decidí hablar con doña Gloria. Fui a su casa con la excusa de aprender una nueva receta.

—Doña Gloria, ¿usted cree que cocino mal? —le pregunté mientras picábamos cebolla.

Ella me miró sorprendida y luego sonrió con ternura.

—Ay, Mariana… Julián siempre fue difícil para comer. Hasta a mí me criticaba cuando era niño. Pero uno aprende a dejarlo hablar.

—¿Y cómo hace para que no le duela?

—A veces duele —admitió—. Pero uno tiene que quererse primero a uno misma. Si no, cualquier palabra te tumba.

Salí de su casa con el corazón más liviano y una receta nueva bajo el brazo. Esa noche preparé el sudado como ella me enseñó. Julián apenas probó un bocado antes de decir: «Le falta algo».

Por primera vez en años, no sentí ganas de llorar ni de pelear. Simplemente me levanté de la mesa y salí al balcón a ver las luces de Medellín titilar entre las montañas.

Empecé a cocinar para mí y para nuestro hijo por nacer. Hice arepas con queso como las que comía de niña en Cali, ensaladas frescas y jugos naturales. Si a Julián no le gustaba, podía pedir comida afuera o ir donde su mamá.

Con el tiempo, notó el cambio.

—¿Ya no te importa si como o no? —me preguntó una noche.

—No —le respondí sin mirarlo—. Cocino porque me gusta y porque quiero alimentar bien a nuestro hijo. Si quieres otra cosa, puedes preparártela tú o ir donde tu mamá.

Por primera vez vi duda en sus ojos. Tal vez entendió que sus palabras habían dejado cicatrices más profundas de lo que imaginaba.

Hoy nuestro hijo tiene dos años y corretea por la cocina mientras yo preparo su comida favorita: arroz con pollo y aguacate. Julián sigue siendo exigente, pero ya no permito que sus críticas definan mi valor como esposa ni como mujer.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en Latinoamérica viven lo mismo? ¿Cuántas sienten que nunca son suficientes ante los ojos de sus parejas o sus suegras? ¿Será que algún día aprenderemos a querernos primero a nosotras mismas?

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu esfuerzo no es suficiente para quienes amas?