Entre la Sombra de la Dependencia y la Luz de la Amistad
—¿Y si un día te deja, Mariana? ¿Qué vas a hacer? —La voz de Eva retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes como si quisiera quedarse a vivir ahí.
Me quedé helada, con la cuchara de madera suspendida en el aire, el arroz hirviendo detrás de mí. El olor a ajo quemado se mezclaba con el sabor amargo que me subía por la garganta. Eva nunca había sido tan directa. Siempre fue la amiga que escuchaba, que reía conmigo en los peores días, pero esa tarde su mirada era dura, casi desconocida.
—¿Por qué dices eso? —pregunté, intentando que mi voz no temblara. Pero tembló. Y ella lo notó.
—Porque te quiero, Mariana. Porque no puedo seguir fingiendo que no veo lo que pasa. Justin te mantiene, sí, pero ¿y tú? ¿Dónde quedaste tú?
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Justin y yo llevábamos ocho años casados. Él siempre había insistido en que yo no trabajara, que me dedicara a la casa y a los niños cuando llegaran. Pero los niños nunca llegaron. Y yo… yo me fui apagando poco a poco, sin darme cuenta.
—No es tan fácil, Eva —susurré—. Aquí en Monterrey las cosas no son como en las películas. ¿Tú sabes lo difícil que es conseguir trabajo después de tantos años fuera del mercado?
Eva se acercó y me tomó las manos, pero su gesto era más de urgencia que de consuelo.
—No te estoy diciendo que sea fácil. Pero tampoco es imposible. Mira a mi hermana Lucía: después del divorcio, empezó vendiendo pasteles en la colonia y ahora tiene su propio negocio. No te estoy diciendo que te divorcies, Mariana. Solo… solo quiero que pienses en ti.
Me solté de sus manos y di un paso atrás. Sentí rabia, vergüenza y una tristeza tan profunda que me dolía el pecho.
—¿Tú crees que soy una mantenida? —le espeté, casi escupiendo las palabras.
Eva negó con la cabeza, pero sus ojos decían otra cosa.
—No es eso…
—¡Sí lo es! —grité—. ¡Siempre has pensado que soy débil! ¡Que no valgo nada sin un trabajo!
El arroz se pegó al fondo de la olla y el olor se volvió insoportable. Eva recogió su bolso y se fue sin decir adiós. El portazo resonó como un disparo en mi pecho.
Esa noche Justin llegó tarde. Me preguntó por qué no había cena y le mentí: “No tenía hambre”. Se encerró en su estudio y yo me quedé sola en la sala, viendo las luces de los coches pasar por la ventana. Pensé en Eva, en su hermana Lucía, en todas esas mujeres que veía en el mercado los sábados, vendiendo tamales o flores para sacar adelante a sus hijos.
¿En qué momento dejé de ser Mariana para convertirme solo en la esposa de Justin?
Al día siguiente intenté llamarla, pero no contestó. Me sentí más sola que nunca. Recordé cuando éramos niñas y jugábamos a ser doctoras o maestras; Eva siempre decía que quería ser independiente, “para no depender nunca de nadie”. Yo me reía y le decía que estaba loca, que lo bonito era tener una familia y alguien que te cuidara.
Pero ahora… ahora no estaba tan segura.
Pasaron los días y la casa se volvió más fría. Justin seguía trabajando hasta tarde y yo apenas salía al súper o al parque. Una tarde vi a Lucía en la panadería del barrio. Me saludó con una sonrisa cansada pero sincera.
—¿Cómo estás, Mariana? Hace mucho que no te veo con Eva.
No supe qué decirle. Ella me miró con compasión y me invitó a sentarme con ella un rato.
—Mira, yo sé que es difícil —me dijo mientras partía un pan dulce—. Cuando me separé de Raúl pensé que el mundo se acababa. Pero aquí estoy. No fue fácil, pero aprendí a valerme por mí misma.
Sentí ganas de llorar. Le conté lo que había pasado con Eva y cómo me sentía perdida.
—No tienes que dejar a Justin para ser tú misma —me dijo Lucía—. Pero sí tienes que encontrar algo que sea solo tuyo. Un trabajo, un hobby, algo que te haga sentir viva otra vez.
Esa noche le propuse a Justin buscar un curso de repostería o algo parecido. Se rió y me dijo: “¿Para qué? Si aquí no falta nada”.
Pero sí faltaba algo: yo misma.
Empecé a ir al taller de Lucía los sábados por la mañana. Al principio sentía vergüenza; las otras mujeres hablaban de sus ventas, sus clientes, sus sueños. Yo apenas podía hacer un pastel decente. Pero poco a poco fui aprendiendo. Un día vendí mi primer pastel: una señora del barrio lo encargó para el cumpleaños de su hijo.
Sentí una alegría tan pura que lloré en silencio al llegar a casa.
Eva seguía sin contestar mis llamadas. Un día la vi en el mercado; nuestras miradas se cruzaron y sentí un nudo en el estómago. Me acerqué despacio.
—Eva…
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—Perdóname si fui dura contigo —me dijo—. Solo quería verte feliz… verte libre.
Nos abrazamos largo rato, llorando como niñas.
Hoy sigo casada con Justin, pero ya no soy solo “la esposa”. Tengo mi pequeño negocio de pasteles y cada día descubro algo nuevo sobre mí misma. Eva y yo volvimos a ser amigas; ahora hablamos de todo, incluso de lo difícil que es romper con los miedos y las costumbres que nos enseñaron desde niñas.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el miedo y la comodidad? ¿Cuántas han dejado de ser ellas mismas por temor a quedarse solas o sin dinero?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así?