Entre las paredes de la desconfianza: El día que casi lo pierdo todo
—¡Mamá, no! ¡No le des el dinero!— gritó Mía, mi hija de diez años, con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa. Yo tenía el celular en la mano, lista para hacer la transferencia. El sol de la tarde entraba por la ventana del pequeño cuarto que alquilábamos desde que su papá se fue, y por un segundo sentí que el tiempo se detenía.
No era la primera vez que Mía me sorprendía con su sensibilidad, pero esta vez su reacción fue tan intensa que me hizo dudar. ¿Por qué estaba tan segura? ¿Acaso veía algo que yo no podía ver? Me quedé mirando la pantalla del celular, donde el número de cuenta de la supuesta dueña del departamento brillaba como una tentación. Era todo el dinero que había logrado ahorrar en dos años de sacrificios: vendiendo empanadas en la esquina, limpiando casas ajenas y privándonos de tantas cosas.
Mi nombre es Patricia Ramírez, tengo cuarenta años y vivo en Buenos Aires. Hace dos años mi esposo, Julián, decidió irse con otra mujer y dejarme sola con Mía. No hubo despedidas dramáticas ni gritos; solo una nota en la mesa y una cuenta bancaria vacía. Desde entonces, cada día ha sido una batalla para sobrevivir y proteger a mi hija. El alquiler subía cada seis meses, los precios en el supermercado parecían una broma cruel y yo sentía que el mundo se me venía encima.
Por eso, cuando vi el anuncio en Facebook de un departamento pequeño pero luminoso en Villa Crespo, sentí que era mi oportunidad. «Dueña directa, sin inmobiliaria. Precio accesible por urgencia familiar», decía el mensaje. Le escribí a la mujer que lo publicó—se llamaba Camila Torres—y enseguida me respondió. Me habló con una calidez que me hizo sentir segura: «Yo también soy mamá soltera, Patricia. Sé lo difícil que es. Si querés, podemos arreglar para que lo veas mañana».
Esa noche casi no dormí. Mía me abrazó fuerte y me preguntó si íbamos a tener nuestra propia casa al fin. Le prometí que sí, aunque por dentro sentía miedo de ilusionarla. Al día siguiente, nos encontramos con Camila en una cafetería cerca del departamento. Era una mujer joven, vestida con ropa sencilla y una sonrisa amable. Nos mostró fotos del lugar en su celular: paredes recién pintadas, ventanas grandes y una cocina modesta pero limpia.
—La verdad es que necesito venderlo rápido porque me voy a vivir con mi mamá a Córdoba—me explicó mientras revolvía su café—. Si te decidís hoy, te hago un descuento y te reservo el lugar.
Mía se quedó callada durante toda la conversación. Yo sentía que algo no encajaba del todo, pero la desesperación era más fuerte que cualquier duda. Camila me entregó una copia del contrato y los datos bancarios para hacer la transferencia. «Podés venir a verlo mañana si querés, pero si alguien más se adelanta… ya sabés cómo está todo ahora», insistió.
Esa tarde, mientras caminábamos de regreso al cuarto alquilado, Mía me tomó de la mano y me miró seria:
—Mamá, ¿por qué no fuimos a ver el departamento?
—Porque Camila tiene apuro y si no le transfiero hoy, lo va a vender a otra persona—le respondí tratando de sonar tranquila.
—Pero… ¿y si no existe? ¿Y si es mentira?—insistió ella con esa lógica aplastante que solo tienen los niños.
Me molestó su desconfianza. ¿Acaso no veía todo lo que estaba haciendo por nosotras? Pero cuando llegó el momento de hacer la transferencia, su grito me detuvo en seco.
—¡No le des el dinero!—repitió, esta vez más fuerte.
Me temblaron las manos. Recordé las historias de estafas que había escuchado en la tele: familias enteras perdiendo sus ahorros por confiar en desconocidos. Sentí un nudo en el estómago y decidí llamar a Camila antes de transferir nada.
—Hola Camila, ¿podríamos ver el departamento antes de hacer la transferencia? Mi hija está un poco asustada…—le dije con voz temblorosa.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.
—Mirá Patricia, tengo otra persona interesada que ya está lista para transferir. Si no podés hoy, lo siento mucho…—respondió ella, ahora fría y apurada.
Colgué sintiendo una mezcla de rabia y alivio. Mía me abrazó fuerte y empezó a llorar.
—Perdón mamá… No quería arruinarlo todo…
La apreté contra mi pecho y le susurré al oído:
—No arruinaste nada, mi amor. Me salvaste.
Esa noche busqué el nombre de Camila Torres en grupos de Facebook y foros de vecinos. Encontré decenas de mensajes advirtiendo sobre una mujer con ese mismo modus operandi: fotos falsas, contratos truchos y cuentas bancarias vacías después de recibir el dinero. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Estuve a punto de perderlo todo.
Al día siguiente fui a trabajar como siempre, pero algo había cambiado dentro mío. Ya no era solo una madre desesperada; era una mujer dispuesta a pelear por su hija y por sí misma. Empecé a preguntar entre mis clientas si conocían algún departamento seguro para alquilar o comprar. Una señora mayor, doña Rosa, me ofreció un cuartito en su casa hasta que encontrara algo mejor.
Mía volvió a sonreír después de mucho tiempo. Pintamos juntas las paredes del cuartito y colgamos dibujos hechos por ella. No era el hogar soñado, pero era nuestro refugio temporal.
Un mes después, recibí un mensaje inesperado: «Hola Patricia, soy Luciana del grupo de mamás del cole. Mi tía vende un departamento chico en Caballito y busca alguien confiable. ¿Te interesa?» Esta vez fui con Mía a ver el lugar juntas. Tocamos las paredes, abrimos las ventanas y hablamos con la dueña cara a cara. No había apuros ni presiones; solo honestidad y ganas de ayudar.
Hoy escribo esto desde nuestro nuevo hogar. No es grande ni lujoso, pero cada rincón tiene el aroma del esfuerzo y la esperanza. Mía duerme tranquila en su cama nueva y yo la miro agradecida cada noche.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo o la desesperación nos cieguen ante las señales evidentes? ¿Cuántas veces ignoramos la voz de quienes más nos aman por creer que sabemos más?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez estuvieron a punto de perderlo todo por confiar demasiado? ¿O fueron salvados por alguien inesperado?