Entre paredes ajenas: Mi vida con los suegros
—¡Mariana, apúrate! ¡El agua caliente se va a acabar!— gritó doña Teresa desde el pasillo, mientras yo intentaba enjabonarme el cabello a toda prisa. Era mi tercer mes viviendo en la casa de mis suegros en Guadalajara y todavía no lograba acostumbrarme a la rutina frenética de una familia numerosa.
Apenas salí del baño, envuelta en mi toalla y con el corazón acelerado, me topé con mi cuñada Paola, que me miró con desdén. —¿Otra vez te tardaste?— murmuró, rodando los ojos. Sentí el rubor subir por mis mejillas, pero preferí callar. Desde que me casé con Daniel, su hermano menor, y nos mudamos aquí mientras ahorrábamos para nuestro propio departamento, cada día era una prueba de resistencia.
La casa era grande, sí, pero nunca suficiente para tanta gente: mis suegros, dos cuñados solteros, una tía abuela que venía de vez en cuando y nosotros dos. Los domingos eran especialmente caóticos; entre el bullicio del fútbol en la sala y el aroma a mole que invadía cada rincón, apenas podía escuchar mis propios pensamientos.
—Mariana, ¿ya lavaste los trastes?— preguntó doña Teresa desde la cocina. Yo apenas había terminado de desayunar. —Ahorita los lavo, suegra— respondí, intentando sonar amable. Pero ella ya estaba detrás de mí, revisando si había dejado migajas en la mesa.
Daniel, mi esposo, parecía no notar nada. —Así es la vida aquí— me decía cada vez que yo le confesaba mi frustración. —Mi mamá es así con todos. No te lo tomes personal.
Pero sí era personal. Lo sentía en las miradas de Paola cuando usaba la lavadora sin avisar, en los suspiros de mi suegro cuando ocupaba el baño más de diez minutos, en los comentarios velados sobre cómo cocinaba o cómo tendía la ropa. Me sentía una extraña en mi propio hogar.
Una noche, después de una discusión por el control remoto —Paola quería ver su novela y Daniel el partido— me encerré en nuestro cuarto diminuto y lloré en silencio. Daniel entró y me abrazó. —No llores, amor. Pronto tendremos nuestro espacio— susurró. Pero yo ya no sabía cuánto más podría aguantar.
La gota que derramó el vaso llegó un sábado por la tarde. Había planeado sorprender a Daniel con su platillo favorito: enchiladas verdes. Me levanté temprano, fui al mercado y preparé todo con esmero. Cuando estaba a punto de servir la comida, doña Teresa entró a la cocina y frunció el ceño.
—¿Vas a usar toda la salsa?— preguntó.
—Sí, suegra. Es para las enchiladas de Daniel— respondí con una sonrisa nerviosa.
—Pues hubieras avisado. Yo iba a hacer chiles rellenos para todos— replicó, visiblemente molesta.
Sentí un nudo en la garganta. Quise explicarle que solo era para nosotros dos, pero ella ya había comenzado a sacar ollas y a mover mis cosas. En cuestión de minutos, mi sorpresa se convirtió en un caos culinario donde nadie quedó satisfecho.
Esa noche, Daniel y yo discutimos por primera vez desde que nos casamos. —No entiendo por qué todo te molesta— dijo él, cansado. —¡Porque no tengo un espacio propio! ¡Porque aquí nunca soy suficiente!— grité entre lágrimas.
Al día siguiente, doña Teresa me llamó a su cuarto. —Mira, Mariana— empezó con voz seria— yo sé que no es fácil vivir aquí. Pero esta es nuestra casa y tenemos nuestras costumbres. Si quieres llevarte bien con todos, tienes que adaptarte.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué siempre era yo la que tenía que ceder? ¿Por qué nadie veía mi esfuerzo?
Las semanas siguientes intenté adaptarme: ayudaba más en la casa, preguntaba antes de usar la cocina, incluso le pedí consejos a Paola sobre cómo lavar la ropa sin que se mezclaran los colores. Pero nada parecía suficiente.
Un día, mientras tendía la ropa en el patio trasero, escuché a Paola hablando por teléfono con una amiga.
—No sé por qué Mariana se siente tan especial. Aquí todos hemos tenido que aguantar cosas peores— decía con voz baja pero firme.
Me dolió más de lo que esperaba. Esa noche le conté a Daniel lo que había escuchado.
—Tal vez deberíamos buscar aunque sea un cuartito para rentar— sugerí con voz temblorosa.
Él suspiró y me tomó de la mano.—Lo sé, amor. Pero con lo que gano apenas nos alcanza para ayudar aquí y ahorrar un poco…
La realidad económica nos tenía atrapados. Como muchos jóvenes en México y Latinoamérica, vivir con los suegros era la única opción mientras ahorrábamos para algo propio. Pero cada día sentía que perdía un poco más de mí misma.
Un viernes por la tarde, después de una larga jornada en la oficina, llegué a casa y encontré a doña Teresa llorando en la cocina. Me acerqué con cautela.
—¿Está bien, suegra?— pregunté suavemente.
Ella me miró con ojos cansados.—Es que… extraño cuando mis hijos eran pequeños y todo era más sencillo— confesó entre sollozos.—Ahora siento que nadie está contento aquí… ni siquiera tú.
Por primera vez vi a doña Teresa como una mujer vulnerable y no solo como la jefa del hogar. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Yo tampoco estoy contenta… pero quiero intentarlo— le dije sinceramente.
Esa noche cenamos juntas y hablamos como nunca antes. Me contó historias de su juventud en Michoacán, de cómo llegó a Guadalajara sin nada y construyó su familia con esfuerzo y sacrificio.
Poco a poco empecé a entenderla mejor. No fue fácil ni rápido; hubo días buenos y días malos. Pero aprendí a poner límites sin pelear: reservé pequeños momentos para mí misma, salía a caminar sola cuando necesitaba respirar y busqué apoyo en amigas que vivían situaciones similares.
Daniel también empezó a involucrarse más: ayudaba en las tareas del hogar y defendía nuestro espacio cuando era necesario. Juntos aprendimos a negociar y a comunicarnos mejor.
Después de casi un año logramos rentar un pequeño departamento cerca del trabajo de Daniel. El día que nos mudamos lloré de alivio y gratitud; no solo por tener un espacio propio sino porque sobrevivimos juntos a esa prueba tan dura.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre paredes ajenas? ¿Cuántos matrimonios sobreviven al reto de convivir con la familia política? Tal vez no hay respuestas fáciles… pero sé que no estoy sola.