Entre Sombras y Recuerdos: La Última Puerta de la Abuela

—Mamá, ¿por qué no dejas que la abuela se pierda? Todos estaríamos mejor—. La voz de Camila, mi hija de quince años, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. El vapor del café se mezcló con el silencio incómodo que siguió a su provocación. Mi madre, sentada a la mesa con la mirada perdida en la ventana, ni siquiera reaccionó. Yo sentí cómo se me apretaba el pecho.

—Camila, no digas esas cosas— respondí con voz cansada, mientras recogía los platos del desayuno. Pero ella solo rodó los ojos y salió de la cocina, dejando tras de sí un rastro de perfume barato y rebeldía adolescente.

Me quedé sola con mi madre, o lo que quedaba de ella. A veces pienso que la verdadera Soledad no es estar sin compañía, sino ver cómo alguien que amas se va desvaneciendo poco a poco frente a tus ojos. Mi mamá, la misma mujer que me enseñó a hacer tortillas y a defenderme de los hombres en el mercado de Tepito, ahora no recordaba ni mi nombre.

La enfermedad llegó como una sombra silenciosa. Al principio eran olvidos pequeños: las llaves, el nombre del perro, la fecha del cumpleaños de mi papá (que en paz descanse). Pero luego vinieron las noches en vela, los gritos porque veía a «extraños» en su cuarto, las veces que intentó salir a la calle en bata diciendo que iba al tianguis. Yo dejé mi trabajo en la fonda para cuidarla. Mi esposo, Julián, aguantó un año antes de irse con una mujer más joven. «No puedo con esto», me dijo. Y se fue.

Desde entonces, todo recayó sobre mí. Camila me ayuda cuando quiere, pero la mayoría del tiempo está pegada al celular o peleando conmigo por cualquier cosa. Mi hijo menor, Emiliano, apenas tiene diez años y ya aprendió a cerrar bien la puerta con seguro para que la abuela no se escape.

Esa noche, después del comentario de Camila, me senté en el sillón con mi madre dormida a mi lado. Sus manos arrugadas temblaban incluso en sueños. Pensé en lo fácil que sería dejar la puerta abierta y fingir que fue un accidente. Nadie lo sabría. Tal vez tendría razón Camila: todos estaríamos mejor. Pero entonces recordé los días en que mi mamá me defendía de los golpes de mi papá borracho, cuando me abrazaba fuerte y me decía: «Aquí nadie te va a hacer daño».

Al día siguiente, Camila llegó tarde del colegio. La regañé por no avisar y ella explotó:

—¡Siempre es lo mismo! Todo es culpa de la abuela. Ya no tengo vida, mamá. No puedo invitar a nadie porque te da vergüenza cómo está. ¡Estoy harta!

—¿Y crees que yo no?— le grité de vuelta—. ¿Crees que esto es fácil para mí? Perdí a tu papá, perdí mi trabajo… ¡y ahora estoy perdiendo a mi mamá!

Camila se quedó callada un momento y luego salió corriendo al patio. Escuché cómo azotaba la puerta y sentí una punzada de culpa. Fui tras ella y la encontré llorando junto al árbol de limón.

—Perdón, hija— le dije bajito—. No sé cómo hacer esto bien.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas:

—Yo tampoco…

Nos abrazamos fuerte, como si ese abrazo pudiera protegernos del dolor y del miedo.

Esa noche soñé con mi infancia en Veracruz. Mi mamá bailaba danzón en la plaza mientras yo jugaba con otros niños. Desperté con lágrimas en los ojos y el corazón apretado.

Los días siguientes fueron una rutina de pastillas, pañales y visitas al IMSS donde siempre nos decían lo mismo: «Es normal en esta etapa». Pero nada es normal cuando ves cómo tu madre olvida hasta cómo comer sola.

Un domingo por la tarde, mientras preparaba mole para la comida familiar (aunque ya casi nadie venía), escuché un grito desde el cuarto:

—¡Se fue! ¡La abuela no está!— gritó Emiliano.

Corrí al pasillo y vi la puerta entreabierta. El pánico me invadió. Salí corriendo a la calle descalza, gritando su nombre como loca:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Los vecinos salieron a ayudarme. Doña Lupita dijo que vio a mi madre caminando hacia el parque. Corrimos todos juntos y la encontramos sentada en una banca, mirando las palomas como si fueran viejas amigas.

—¿Por qué te fuiste?— le pregunté entre sollozos.

Ella me miró confundida y murmuró:

—Quería ver el mar…

La abracé fuerte y lloré como niña pequeña.

Esa noche, después de acostarla, me senté con Camila y Emiliano en la sala.

—No puedo hacerlo sola— les dije—. Necesito su ayuda. Sé que es difícil para todos, pero es nuestra familia.

Camila bajó la mirada y asintió. Emiliano se acercó y tomó mi mano.

Pasaron los meses y aprendimos a vivir entre recuerdos rotos y pequeños momentos de lucidez. A veces mi mamá me sonreía como antes y yo sentía que todo valía la pena. Otras veces solo quería rendirme.

Un día Camila llegó con una tarea sobre «la importancia de cuidar a los ancianos». Me pidió ayuda y juntas escribimos sobre nuestra experiencia. Al final lloramos abrazadas.

Hoy mi madre ya casi no habla. Sus ojos se pierden en un mundo al que yo no puedo entrar. Pero cada noche le cuento historias de cuando era joven y bailaba danzón en Veracruz. A veces sonríe y siento que por un instante vuelve a ser ella.

Me pregunto si algún día podré dejarla ir sin sentirme culpable… ¿Hasta dónde llega el amor antes de convertirse en sufrimiento? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?