Entregué mi casa a mis amigos — hoy me arrepiento más que de nada en la vida

—¿Por qué lo hiciste, Mariana? ¿Por qué me fallaste así? —mi voz temblaba, ahogada por la rabia y la tristeza, mientras mis manos recorrían la pintura descascarada de la sala que una vez fue mi refugio.

Nunca imaginé que llegaría a este punto. Yo, Camila Torres, hija de una familia trabajadora de Medellín, criada entre el bullicio de los buses y el aroma a café recién molido, siempre pensé que la amistad era lo más sagrado. Mi mamá solía decir: “Uno nunca sabe cuándo va a necesitar una mano amiga”. Y yo lo creí con el corazón abierto.

Mariana y Tomás eran más que amigos; eran como hermanos. Nos conocimos en la universidad, compartimos arepas en los descansos y sueños en las noches largas de estudio. Cuando conseguí mi primer trabajo estable como contadora y logré comprar ese pequeño apartamento en Belén, sentí que por fin podía devolverle algo a la vida. Era mi orgullo, mi rincón seguro.

Pero la vida da vueltas inesperadas. Un día, Mariana me llamó llorando. Tomás había perdido el empleo en la fábrica textil y ella, con su embarazo avanzado, no podía seguir trabajando en la tienda de don Ernesto. El arriendo del lugar donde vivían se había disparado y no tenían a dónde ir.

—Cami, no sé qué hacer… —su voz era apenas un susurro entre sollozos—. No quiero que mi bebé nazca en la calle.

No lo dudé. Les ofrecí mi apartamento. Yo podía quedarme en casa de mi tía Luz mientras ellos se recuperaban. Firmamos un papel sencillo, sin notario ni abogados. “Entre amigos no hace falta”, pensé.

Al principio todo iba bien. Mariana me enviaba mensajes agradecidos: “Gracias por salvarnos, Cami”. Pero los meses pasaron y las cosas cambiaron. Dejaron de contestar mis llamadas. Cuando iba a visitar, siempre había una excusa: “El bebé está enfermo”, “Tomás está buscando trabajo”, “Hoy no podemos”.

Mi tía empezó a incomodarse con mi estadía prolongada. “Camila, ya llevas seis meses aquí… ¿No has hablado con tus amigos?”

Un día, decidí ir sin avisar. Toqué la puerta y nadie respondió. Escuché voces dentro, risas, música fuerte. Golpeé más fuerte hasta que Tomás abrió, con los ojos rojos y el aliento a aguardiente.

—¿Qué haces aquí? —me espetó, como si yo fuera una intrusa.

—Es mi casa —le recordé, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

Entré y lo que vi me rompió el alma: paredes rayadas con crayones, muebles rotos, botellas vacías por todos lados. Mariana ni siquiera salió a saludarme; estaba dormida en el sofá, rodeada de desconocidos.

—¿Qué hicieron con mi hogar? —grité, pero nadie pareció escucharme.

Intenté hablar con ellos después, pedirles que cuidaran el lugar o que buscaran otro sitio donde quedarse. Siempre había una excusa: “No tenemos plata”, “El niño está enfermo”, “Solo necesitamos un mes más”.

La familia empezó a murmurar: “Eso te pasa por confiada”, “En este país nadie agradece nada”. Yo defendía a Mariana y Tomás ante todos, pero por dentro sentía cómo la rabia y la tristeza me carcomían.

Pasó un año. Un año de promesas rotas y llamadas ignoradas. Un día recibí una llamada de la administradora del edificio:

—Señorita Camila, necesitamos que venga urgente. Hay problemas graves en su apartamento.

Corrí hasta allá con el corazón en la mano. Lo que encontré fue peor de lo que imaginaba: humedad en las paredes, tuberías rotas, vecinos furiosos por las fiestas y los gritos constantes. Mariana y Tomás ya no estaban; se habían ido sin avisar, dejando todo hecho un desastre.

Me senté en el suelo frío del apartamento vacío y lloré como nunca antes. Lloré por mi ingenuidad, por mi casa destruida, por la amistad perdida.

Mi mamá vino a verme esa noche:

—Hija, uno ayuda con el corazón, pero también debe cuidarse. No todos valoran lo que uno da.

Intenté reconstruir mi hogar. Pinté las paredes con mis propias manos, arreglé lo que pude con lo poco que me quedaba de ahorros. Pero cada rincón me recordaba la traición.

Un día encontré a Mariana en el supermercado del barrio. Me miró con vergüenza y bajó la cabeza.

—Cami… yo…

—No digas nada —le interrumpí—. Solo quería entender por qué.

Ella lloró en silencio. No hubo disculpas suficientes para sanar lo roto.

Hoy sigo viviendo aquí, entre recuerdos amargos y paredes nuevas. Aprendí que la confianza es frágil y que incluso los lazos más fuertes pueden romperse cuando la necesidad aprieta y el agradecimiento se olvida.

A veces me pregunto si hice mal en ayudar o si simplemente elegí mal a quién confiarle mi vida. ¿Ustedes qué harían? ¿Volverían a confiar así después de una traición tan grande?