Escondida en la Oficina: Mi Refugio del Matrimonio
—¿Otra vez vas a llegar tarde, Mariana? —La voz de Julián retumba en el altavoz del celular, mezclándose con el ruido del tráfico en Insurgentes. No respondo de inmediato. Miro por la ventana del taxi, deseando que el semáforo nunca cambie a verde.
—Tengo mucho trabajo, Julián. No me esperes despierto —miento, aunque sé que ni siquiera intentará esperarme. Cuelgo antes de que pueda escuchar su suspiro resignado. Siento un nudo en la garganta, pero lo ignoro. Hace meses que aprendí a tragarme las lágrimas y a fingir que todo está bien.
Mi nombre es Mariana Torres, tengo 38 años y trabajo como contadora en una empresa de seguros en la Ciudad de México. Si alguien me hubiera dicho hace cinco años que preferiría quedarme horas extra en la oficina antes que volver a casa, lo habría tomado como una broma cruel. Pero aquí estoy, sentada frente a mi computadora a las nueve de la noche, revisando balances que ya revisé tres veces, solo para no escuchar la voz monótona de Julián preguntando por qué no cociné algo especial o por qué no planché su camisa favorita.
No siempre fue así. Cuando conocí a Julián en la universidad, era divertido, apasionado y soñador. Me enamoré de su risa fácil y su manera de ver la vida. Pero los años y las deudas nos cambiaron. Él perdió su empleo hace dos años y desde entonces parece haberse resignado a una rutina gris: televisión, cerveza y quejas sobre el gobierno. Yo, en cambio, tuve que asumir más horas en el trabajo para cubrir los gastos, y cada día siento cómo la distancia entre nosotros crece como una grieta imposible de reparar.
A veces me pregunto si soy mala persona por sentir alivio cuando Julián se queda dormido antes de que yo llegue. O cuando invento juntas inexistentes para no tener que cenar juntos. Mi mamá dice que el matrimonio es así, que hay que aguantar porque «nadie es perfecto». Pero ¿y si yo ya no quiero aguantar?
El otro día, mientras tomaba café con mi compañera Laura, me atreví a confesarle un poco de mi verdad:
—A veces siento que mi casa es una cárcel —le dije en voz baja, mirando mis manos temblorosas.
Laura me miró con compasión. —No eres la única, Mariana. Muchas estamos igual. Pero nadie lo dice porque nos da miedo el qué dirán.
Esa conversación me hizo pensar en todas las mujeres que conozco: mi hermana menor, atrapada en un matrimonio con un hombre celoso; mi vecina doña Rosa, que lleva cuarenta años soportando los gritos de su esposo; incluso mi jefa, que siempre tiene los ojos rojos pero nunca habla de su vida personal.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, Julián me gritó:
—¡Si tanto te molesta estar aquí, vete! ¡Nadie te obliga!
Me quedé paralizada. Por un momento sentí ganas de tomar mis cosas e irme sin mirar atrás. Pero luego pensé en mis hijos —Emilia y Mateo— dormidos en sus camas, ajenos al resentimiento que se respira en cada rincón del departamento.
Al día siguiente llegué temprano a la oficina y me encerré en el baño a llorar. Me sentía cobarde por no atreverme a cambiar mi vida, pero también agotada por cargar sola con todo. ¿Por qué nadie habla de esto? ¿Por qué nos enseñan a callar y aguantar?
El trabajo se volvió mi refugio y mi condena. Aquí nadie me juzga si llego tarde o si no sonrío todo el tiempo. Aquí puedo ser solo Mariana, sin etiquetas ni reproches. Pero también aquí me doy cuenta de lo sola que estoy.
Una tarde, mientras revisaba unos papeles, recibí un mensaje inesperado:
—Mamá, ¿vas a venir hoy? Te extraño —era Emilia.
Sentí una punzada en el pecho. ¿En qué momento empecé a huir también de mis hijos? ¿Cuándo dejé de ser la mamá presente para convertirme en una sombra que solo aparece cuando todos duermen?
Esa noche llegué temprano a casa. Emilia corrió a abrazarme y Mateo me mostró su dibujo del día. Julián apenas levantó la vista del televisor.
—¿Ya cenaste? —preguntó sin emoción.
—No —respondí—. ¿Cenamos juntos?
Él asintió con desgano. Durante la cena reinó el silencio incómodo de siempre. Pero esta vez decidí romperlo:
—Julián, creo que necesitamos ayuda. No podemos seguir así.
Él me miró sorprendido, como si nunca hubiera considerado esa posibilidad.
—¿Ayuda? ¿De quién?
—De alguien que nos escuche… juntos o separados —dije con voz temblorosa.
No respondió. Terminó su comida y se fue al cuarto sin decir nada más.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que preferí quedarme en la oficina solo para evitar enfrentar lo que pasa en casa. Pensé en mis hijos, en mi propia felicidad y en lo injusto que es vivir con miedo al conflicto.
Al día siguiente busqué información sobre terapia familiar y escribí una carta para Julián. No sé si la leerá o si servirá de algo, pero al menos ya no quiero seguir escondiéndome.
Hoy escribo esto desde mi escritorio, mirando por la ventana cómo cae la lluvia sobre la ciudad. Me pregunto cuántas mujeres estarán ahora mismo escondiéndose en sus trabajos para no enfrentar lo que duele en casa.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar el sufrimiento silencioso? ¿Cuándo vamos a atrevernos a buscar nuestra propia paz sin sentir culpa?