Esperando a Sofía: Entre el sol y las sombras
—¿Por qué no contestás el teléfono, Sofía? —susurré, apretando el volante con las manos sudorosas mientras el sol bajo de septiembre me cegaba a través del parabrisas. El tránsito de Buenos Aires a esa hora era un infierno, pero nada comparado con el que ardía en mi pecho desde que Sofía salió corriendo de casa, gritando que no quería volver a verme nunca más.
No era la primera vez que discutíamos, pero esta vez fue distinto. Había algo en su mirada, una mezcla de dolor y rabia, que me hizo temer que realmente no volvería. Todo empezó por una tontería: el tema de su novio, ese tal Matías, que según yo no le convenía. Pero cuando le dije que no podía salir esa noche, que tenía que estudiar para el examen de ingreso a la universidad, explotó.
—¡No sos mi dueño! —me gritó desde la puerta—. ¡Nunca me escuchás!
La vi marcharse con la mochila colgando del hombro y el cabello revuelto por el viento. Cerró la puerta tan fuerte que los cuadros temblaron en la pared. Mi esposa, Lucía, me miró con los ojos llenos de reproche.
—¿No podés dejarla crecer un poco? —me dijo en voz baja—. A veces siento que te olvidás de cómo eras vos a su edad.
No respondí. ¿Cómo explicarle que mi miedo era más grande que mi orgullo? Que cada vez que Sofía salía sola sentía el peso de todas las historias trágicas que uno escucha en las noticias: chicas desaparecidas, robos, violencia. Pero ella no lo entendía. O quizás sí, pero necesitaba rebelarse igual.
Ahora, mientras recorría las calles del barrio Palermo buscándola, repasaba cada palabra dicha y no dicha. El celular vibraba en mi bolsillo: mensajes de Lucía, llamadas perdidas de mi hermana Marta, incluso un audio de Matías preguntando si sabía algo de Sofía. No tenía respuestas para nadie.
Me detuve frente a la plaza donde solía ir de chica. Bajé del auto y caminé entre los bancos vacíos y los árboles iluminados por faroles anaranjados. Recordé cuando Sofía aprendió a andar en bicicleta ahí mismo. «¡Mirá, papá! ¡Sin manos!», gritaba mientras yo corría detrás suyo, temiendo que se cayera. Siempre temiendo.
De pronto escuché voces cerca del quiosco. Un grupo de adolescentes reía y compartía una Coca-Cola. Me acerqué con el corazón en la boca.
—Disculpen chicos… ¿vieron a una chica de pelo castaño, con mochila azul? Se llama Sofía.
Me miraron con desconfianza. Uno de ellos, con gorra y auriculares colgando del cuello, negó con la cabeza.
—No señor, no vimos a nadie así hoy.
Agradecí y volví al auto. El reloj marcaba las nueve y media. La ciudad seguía viva pero yo sentía que el tiempo se detenía para mí. Llamé otra vez a Sofía. Buzón de voz.
En casa, Lucía lloraba en silencio frente a la ventana. Marta llegó trayendo empanadas frías y palabras de consuelo inútiles.
—¿Y si fue a lo de una amiga? —preguntó Marta—. ¿No tenés el número de Julieta?
Busqué en el chat de WhatsApp y marqué el número. Julieta atendió enseguida.
—No, señor Ricardo… no está acá. Me dijo que iba a dar una vuelta para despejarse.
Colgué sintiendo un nudo en la garganta. ¿Despejarse? ¿De qué? ¿De mí?
Lucía me abrazó fuerte.
—Ricardo… tenemos que confiar en ella. Es responsable, va a volver.
Pero yo no podía confiar ni en mí mismo. Recordé todas las veces que le grité por cosas pequeñas: por dejar la toalla mojada en la cama, por llegar tarde al almuerzo familiar, por contestarme mal delante de mis padres. ¿Cuándo se había roto el puente entre nosotros?
A las once recibí un mensaje: «Estoy bien. No me busquen». Era su número pero no era su voz; era fría, distante. Llamé enseguida pero apagó el teléfono.
Salí otra vez a buscarla. Recorrí avenidas y calles secundarias; pasé frente al boliche donde solían ir sus amigos; pregunté en la estación de subte; incluso fui hasta la casa de Matías, aunque nunca me cayó bien ese chico.
Me atendió su madre, una mujer cansada con ojeras profundas.
—Matías tampoco está —me dijo—. Los chicos hoy están todos raros…
Me senté en el cordón de la vereda y miré el cielo oscuro entre los edificios altos. Pensé en mi propio padre, en cómo discutíamos cuando yo tenía 17 años y quería irme a tocar la guitarra con mis amigos al parque Centenario. Él también tenía miedo; yo también lo odiaba por eso.
Volví a casa cerca de las dos de la mañana. Lucía dormía en el sillón con el celular en la mano. Me senté a su lado y lloré por primera vez en años.
A las cinco sonó el timbre. Salté como un resorte y corrí a abrir la puerta.
Era Sofía. Tenía los ojos hinchados y el pelo desordenado pero estaba entera. Nos miramos largo rato sin decir nada.
—Perdón —susurró ella—. Necesitaba pensar sola.
La abracé tan fuerte que temí romperla.
Esa mañana desayunamos juntos los tres por primera vez en meses. No hablamos mucho; solo nos miramos sabiendo que algo había cambiado para siempre.
Ahora escribo esto mientras Sofía duerme una siesta corta antes de irse al colegio. Pienso en todo lo que podría haber hecho distinto, en todo lo que aún puedo aprender como padre.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el miedo nos separe de quienes más amamos? ¿Cuántas veces más vamos a perderlos antes de aprender a escucharlos?