Esperando en la sombra: una noche en el hospital de San Miguel

—¿Por qué no contestás, Emiliano? —susurré, apretando el celular con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. El eco de mi voz se perdió entre las paredes frías del hospital de San Miguel. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si quisiera entrar y arrastrar todo a su paso. Me apoyé de espaldas contra la pared rugosa del pasillo, sintiendo cómo el frío se colaba por mi camisa empapada. Cerré los ojos y por un instante deseé no estar ahí, deseé que todo fuera un mal sueño.

Pero no podía escapar. No después de lo que pasó esa tarde.

Horas antes, Emiliano y yo discutimos en la cocina de mamá. Él, con su voz ronca y sus ojos llenos de rabia, me gritó:

—¡Siempre te creés mejor que yo, Tomás! ¡Siempre te vas y me dejás solo con todo!

Yo, cansado de cargar con la culpa de ser el hermano mayor, le respondí:

—¡No digás pavadas! Si no te metieras en líos, no tendrías que esperar que te saque de ellos.

La puerta se cerró de un portazo y el silencio quedó flotando entre los platos sucios y las fotos viejas pegadas en la heladera. No sabía que esa sería la última vez que vería a Emiliano antes del accidente.

Ahora, horas después, estaba solo en ese hospital público, rodeado de desconocidos con caras cansadas y miradas perdidas. El olor a desinfectante me revolvía el estómago. Cada tanto, una enfermera pasaba corriendo, esquivando camillas y susurrando nombres que no eran el de mi hermano.

Me obligué a despegarme de la pared y caminé hasta la sala de médicos. Golpeé la puerta con timidez. Una doctora joven, con acento del interior y ojeras profundas, me miró con compasión.

—¿Familia de Emiliano Duarte?

Asentí sin poder hablar. Ella suspiró.

—Está estable, pero tenemos que esperar. El golpe fue fuerte. ¿Querés pasar a verlo?

Sentí que las piernas me temblaban. Caminé detrás de ella por un pasillo interminable hasta llegar a una habitación pequeña. Emiliano estaba ahí, conectado a máquinas que pitaban suavemente. Su rostro parecía más joven, más vulnerable. Me acerqué y le tomé la mano.

—Perdoname, Emi —le susurré—. No te vayas todavía. No me dejes solo con todo esto.

Recordé cuando éramos chicos y jugábamos en la calle de tierra frente a casa. Mamá nos miraba desde la ventana mientras papá arreglaba el auto viejo. Siempre fui yo el que lo cuidaba cuando se caía o cuando los chicos del barrio lo molestaban por ser más callado. Pero con los años, las cosas cambiaron. Yo me fui a estudiar a Córdoba y él se quedó en San Miguel, trabajando en lo que podía para ayudar a mamá después de que papá se fue.

La culpa me apretaba el pecho como una garra. ¿Habría sido diferente si no me hubiera ido? ¿Si hubiera estado más presente?

Salí de la habitación cuando sentí que las lágrimas me ahogaban. En el pasillo, una señora mayor lloraba en silencio mientras su hija le acariciaba el pelo. Un chico joven discutía por teléfono sobre cómo iba a pagar los remedios de su abuela. Todos estábamos ahí por lo mismo: esperando un milagro o al menos una noticia que nos permitiera respirar.

Me senté en una silla dura junto a la ventana y miré cómo la lluvia seguía cayendo sobre el patio interno del hospital. Saqué mi celular y vi los mensajes sin responder de mamá:

«¿Cómo está tu hermano? ¿Ya te dijeron algo?»
«No me hagas esto, Tomás. Contestame.»

No sabía qué decirle. No quería preocuparla más, pero tampoco podía mentirle.

—Mamá —le escribí finalmente—, Emiliano está estable pero hay que esperar. Estoy con él.

No tardó en llamar.

—Tomás, hijo… ¿por qué siempre tiene que pasarle esto a Emiliano? —su voz temblaba al otro lado del teléfono.

—No sé, má… Pero va a salir adelante. Te lo prometo.

Colgué antes de romperme del todo. Sabía que mamá también se culpaba por todo lo que nos había pasado desde que papá se fue con otra familia al sur. En nuestro barrio todos sabían nuestra historia; todos opinaban pero nadie ayudaba realmente.

Las horas pasaron lentas. Afuera amanecía y el cielo gris apenas dejaba pasar algo de luz. Me levanté para buscar un café en la máquina del pasillo. Mientras esperaba, un hombre con uniforme de seguridad se me acercó.

—¿Vos sos el hermano del chico accidentado?

Asentí.

—Lo trajeron justo a tiempo —dijo—. Si hubieran tardado más…

No terminó la frase pero no hizo falta. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Volví a la habitación y encontré a Emiliano despierto, mirándome con ojos cansados pero vivos.

—¿Qué hacés acá tan temprano? —murmuró con una sonrisa débil.

Me reí entre lágrimas.

—¿Y vos? Siempre haciéndome renegar…

Nos quedamos en silencio unos minutos, hasta que él susurró:

—Perdoname por lo de ayer… Yo… sólo quería que estuvieras conmigo.

Le apreté la mano con fuerza.

—No importa ya, Emi. Lo único importante es que estás acá.

Esa mañana entendí que las heridas familiares no se curan solas ni desaparecen con el tiempo; hay que enfrentarlas aunque duelan. Y también entendí que nunca es tarde para volver a empezar.

Ahora, mientras escribo esto desde la sala de espera del hospital, pienso: ¿Cuántas familias como la mía están pasando por lo mismo esta noche? ¿Cuántos hermanos se distancian por orgullo o miedo? ¿Vale la pena dejar pasar el tiempo sin decir lo que sentimos?

A veces sólo hace falta esperar… y estar ahí cuando más nos necesitan.