Expulsado del Colectivo por un Simple Error: Un Día que se Volvió Amargo
—¡Señor, bájese del colectivo ya mismo!—. La voz del chofer retumbó en mis oídos como un trueno inesperado. El murmullo de los pasajeros se detuvo de golpe, y sentí decenas de ojos clavados en mi nuca. Mi hija, Camila, apenas de seis años, me apretaba la mano con fuerza, su carita asustada escondida entre mis piernas.
Esa mañana, como tantas otras en Buenos Aires, el frío de junio se colaba por las ventanillas empañadas del colectivo 60. Yo solo quería llegar a tiempo al trabajo, dejar a Camila en la escuela y sobrevivir a otro día más. Pero el destino tenía otros planes.
Todo empezó con una distracción tonta. Al subir, pasé mi SUBE por el lector, recogí el boleto sin mirar y avancé entre los cuerpos apretados. Camila tironeaba de mi campera, preguntando si hoy podía llevar su muñeca favorita. Yo le respondía en automático, pensando en la reunión que tenía a las nueve. No noté que el boleto que agarré no era el mío, sino el de la señora que subió antes.
Apenas nos sentamos, el chofer gritó desde adelante:
—¡El señor de la campera azul! ¡Venga para acá!
Me levanté, confundido, con Camila a cuestas. El chofer me mostró el boleto arrugado.
—Esto no es suyo. ¿Está queriendo viajar gratis?—
Sentí la sangre subir a mi cara. —No, mire, fue un error. Mi hija me distrajo y agarré el boleto equivocado. Aquí está mi SUBE, puede ver que pagué—. Extendí la tarjeta temblando.
El chofer negó con la cabeza, los labios apretados.
—No me venga con cuentos. Siempre lo mismo: se hacen los distraídos y después quieren pasar de vivos. Bájese ya o llamo a la policía.
Los murmullos crecieron detrás mío. Una señora murmuró: «Siempre igual estos tipos…». Un adolescente se rió por lo bajo. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. Miré a Camila, que ya tenía los ojos llenos de lágrimas.
Intenté explicarme una vez más:
—Por favor, señor, tengo que llevar a mi hija a la escuela y llegar al trabajo. No fue mi intención…
Pero el chofer ya había decidido.
—¡Bájese! No quiero problemas en mi colectivo.
Me vi obligado a bajar en medio de la avenida Cabildo, con Camila tiritando de frío y los autos pasando cerca. El colectivo arrancó dejando tras de sí una nube de humo negro y mi dignidad pisoteada.
Caminamos en silencio unas cuadras hasta una panadería. Compré dos medialunas para calmar a Camila y me senté a pensar en lo que acababa de pasar. ¿Cómo podía ser que un simple error terminara así? ¿Por qué nadie intervino? ¿Por qué el chofer prefirió humillarme antes que escucharme?
Mientras Camila mordía su medialuna, me miró con esos ojos grandes y sinceros:
—¿Por qué ese señor te gritó así, papá?
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una nena que a veces los adultos son crueles sin razón? ¿Que la gente desconfía primero antes de intentar entender?
Recordé a mi viejo, Don Ernesto, que siempre decía: «En esta ciudad hay que tener cuero duro, hijo. Nadie te regala nada». Pero yo no quería endurecerme más; ya bastante difícil era sobrevivir cada día entre colectivos llenos, sueldos bajos y jefes explotadores.
Llegué tarde al trabajo. Mi jefe, el señor Ramírez, me miró por encima de los anteojos:
—Otra vez tarde, Steven… Esto no puede seguir así.
Intenté explicarle lo del colectivo, pero solo levantó la mano:
—No me interesa tu vida personal. Si no llegás a horario, buscate otro trabajo.
Sentí ganas de gritarle todo lo que tenía adentro: que no era justo, que hacía lo imposible por cumplir, que no podía controlar todo lo que pasaba afuera. Pero me callé; necesitaba ese sueldo para pagar el alquiler y la comida de Camila.
Al mediodía llamé a mi hermana Lucía para desahogarme.
—¿Y nadie te defendió?— preguntó indignada.
—Nadie. Todos miraban para otro lado o murmuraban cosas feas.
—La gente está cada vez peor… Pero vos no te quedes callado. Mandá una queja a la empresa del colectivo.
Lo pensé un segundo, pero enseguida sentí el peso del cansancio encima. ¿Para qué? ¿Quién me iba a escuchar? ¿Acaso importaba mi versión?
Esa noche, mientras acostaba a Camila, ella me abrazó fuerte:
—No quiero que te griten más, papá.
Me quebré por dentro. Le prometí que haría todo para protegerla, aunque ni siquiera podía protegerme a mí mismo de las injusticias cotidianas.
Los días siguientes viajé en subte o caminé largas cuadras para evitar ese colectivo maldito. Cada vez que veía uno pasar sentía una mezcla de bronca y tristeza. Me preguntaba si el chofer alguna vez pensaría en lo que hizo o si para él solo fui otro «vivo» más al que había puesto en su lugar.
La historia se fue corriendo entre mis compañeros de trabajo y vecinos del barrio. Algunos se solidarizaron; otros dijeron que «algo habré hecho» porque nadie te expulsa así porque sí. Esa frase me dolió más que el grito del chofer: la desconfianza instalada entre nosotros, esa costumbre de juzgar sin saber.
Un sábado por la tarde fui al club con Camila para distraernos un poco. Allí estaba Don Pedro, un jubilado que siempre tenía una palabra justa:
—Mirá, Steven —me dijo mientras jugábamos al truco—, este país está lleno de injusticias chiquitas todos los días. Pero no hay que dejarse pisotear ni perder la esperanza en la gente buena.
Me quedé pensando en sus palabras mientras veía a Camila reírse con sus amigos. Tal vez tenía razón; tal vez no debía dejarme vencer por la amargura ni dejar que una mala experiencia definiera mi manera de mirar al mundo.
Pero esa noche, al apagar la luz y quedarme solo con mis pensamientos, la pregunta volvió como un eco: ¿Cuántas veces más tendré que soportar humillaciones así? ¿Cuándo vamos a aprender a escucharnos antes de juzgar?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Se hubieran quedado callados o hubieran enfrentado al chofer? ¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo estas pequeñas injusticias todos los días?