Extraños en mi puerta: una noche que cambió mi vida

—¡Abra la puerta! ¡Sabemos que está ahí!—

El golpeteo retumbaba en la madera vieja de mi puerta, y mi corazón latía tan fuerte que temía que los extraños del otro lado pudieran escucharlo. Era jueves por la noche, acababa de servirme un café y pensaba en llamar a mi mamá en Veracruz, cuando la tranquilidad de mi pequeño departamento en la Narvarte se hizo trizas. No reconocía las voces, pero la insistencia y el tono autoritario me helaron la sangre.

Me acerqué despacio, sin hacer ruido, y miré por la mirilla. Vi a una mujer de unos cuarenta años, con el cabello recogido y los ojos enrojecidos, acompañada de dos adolescentes y un hombre robusto que sostenía una carpeta. El hombre golpeó de nuevo, más fuerte.

—¡Señorita, este departamento es nuestro! ¡Tenemos papeles!— gritó, agitando la carpeta.

Sentí un escalofrío. ¿Cómo podían decir eso? Yo había firmado mi contrato de renta hacía apenas seis meses con la señora Carmen, la dueña, y nunca había tenido problemas. Pero la seguridad que sentía en mi hogar se desmoronó en un instante.

—No voy a abrir— respondí, tratando de que mi voz no temblara. —Yo también tengo contrato. Si tienen un problema, llamen a la policía.

El silencio fue breve. La mujer empezó a llorar y los adolescentes murmuraban entre ellos. El hombre, furioso, gritó:

—¡Nos estafaron! ¡Nos prometieron este departamento! ¡No nos vamos a ir hasta que nos escuche!

Me alejé de la puerta, temblando. ¿Y si era cierto? ¿Y si la señora Carmen había rentado el mismo lugar a varias personas? Recordé las historias que había escuchado en la oficina sobre fraudes inmobiliarios, de familias que se quedaban en la calle de un día para otro. Sentí rabia y miedo. ¿A quién podía llamar? ¿A la policía? ¿A la dueña? ¿A mis vecinos?

Tomé el celular y marqué a la señora Carmen. Tardó en contestar. Cuando por fin lo hizo, su voz sonaba adormilada.

—¿Qué pasa, Mariana?—

—Señora Carmen, hay una familia afuera diciendo que este departamento es suyo. Están exigiendo entrar. ¿Qué hago?—

Escuché un suspiro largo y luego un murmullo. —No les abra. Yo no he rentado a nadie más. Deben ser estafadores. Llama a la policía si no se van.—

Colgué, pero la respuesta no me tranquilizó. ¿Y si la señora Carmen mentía? ¿Y si yo era la que estaba ocupando un lugar que no me correspondía? La incertidumbre me carcomía.

De pronto, escuché pasos en el pasillo. Era don Ernesto, el vecino del 302, que siempre me saludaba cuando coincidíamos en el elevador. Lo escuché hablar con los extraños.

—¿Qué pasa aquí?— preguntó con su voz grave.

—Esta señorita no nos deja entrar a nuestro departamento— respondió el hombre de la carpeta.

—¿Cómo que su departamento? Mariana vive aquí desde hace meses. Yo la vi mudarse— replicó don Ernesto.

—¡Nos dieron este contrato!— insistió el hombre, mostrando papeles.

Don Ernesto me llamó. —Mariana, ¿quieres que llame a la policía?—

—Sí, por favor— respondí, sintiendo que las piernas me flaqueaban.

Mientras don Ernesto marcaba, los extraños seguían discutiendo. La mujer lloraba más fuerte y los adolescentes se abrazaban. Por un momento, sentí compasión. ¿Y si de verdad habían sido víctimas de una estafa? ¿Y si estaban tan perdidos como yo?

La policía llegó en menos de veinte minutos. Dos oficiales subieron al tercer piso y pidieron ver los contratos de ambas partes. Abrí la puerta solo lo necesario para pasar mis papeles. El hombre entregó su carpeta. Los oficiales revisaron todo con paciencia.

—Ambos contratos parecen legítimos— dijo uno de los policías. —Pero sólo uno puede ser válido. Tendrán que resolver esto con el Ministerio Público.—

La familia se desplomó en el pasillo. La mujer me miró con odio y tristeza.

—¿Por qué nos haces esto?— susurró.

Sentí un nudo en la garganta. No era mi culpa, pero tampoco podía dejar que entraran. Era mi casa, mi refugio. Recordé cuando llegué a la ciudad, sola, con miedo de todo y todos. Este departamento era lo único que sentía realmente mío.

Los policías pidieron a la familia que se retirara y les explicaron el proceso legal. El hombre gritó que no se irían, que dormirían en la puerta si era necesario. Los oficiales se miraron entre sí, incómodos.

—No pueden quedarse aquí. Hay menores de edad. Busquen un hotel o un refugio por esta noche— dijo uno de ellos.

La familia se fue entre lágrimas y maldiciones. Cerré la puerta y me dejé caer al suelo, temblando. Don Ernesto tocó suavemente.

—¿Estás bien, Mariana?—

—No lo sé— respondí, con la voz quebrada.

—No es tu culpa. Aquí todos sabemos que tú eres la inquilina legítima. Pero ten cuidado con la señora Carmen. No sería la primera vez que alguien hace trampa con los departamentos—

Asentí, agradecida por su apoyo. Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. ¿Y si todo era una mentira? ¿Y si mañana venía otra familia reclamando lo mismo?

Esa noche no dormí. Pensé en la familia, en su desesperación, en los gritos de la mujer y la mirada de los adolescentes. Pensé en mi propia soledad, en lo frágil que era mi seguridad. En la mañana llamé a mi mamá y lloré como niña. Ella me dijo que fuera fuerte, que no confiara en nadie, pero que tampoco perdiera la compasión.

Pasaron los días y la historia se regó por el edificio. Algunos vecinos me miraban con lástima, otros con desconfianza. La señora Carmen vino a aclarar todo con papeles y abogados. Al final, resultó que la familia había sido víctima de un fraude: un hombre se hizo pasar por el dueño y les cobró una «renta» adelantada. La policía nunca lo encontró.

Pero algo en mí cambió para siempre. Ya no podía sentirme segura en mi propio hogar. Cada vez que alguien tocaba la puerta, el corazón se me aceleraba. Aprendí a desconfiar, a revisar cada papel, a preguntar dos veces antes de firmar cualquier cosa.

A veces me pregunto si hice lo correcto. ¿Debí haber dejado entrar a esa familia? ¿Debí haber compartido mi espacio, aunque fuera por una noche? ¿Dónde termina mi derecho a sentirme segura y empieza la obligación de ayudar al otro?

¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Hasta dónde llegan nuestras fronteras cuando el dolor ajeno toca a nuestra puerta?