¿Felicidad verdadera o solo un espejismo? La historia de Irene Jiménez

—¡Mirá cómo sale Irene, otra vez con esa cara larga! —escuché a Doña Rosa desde la ventana del segundo piso, su voz tan aguda como siempre, rebotando en las paredes descascaradas del edificio. Bajé la cabeza y apreté el paso, sintiendo el peso de las miradas clavadas en mi espalda. Era martes, pero para mí todos los días eran iguales desde que Ernesto se fue.

No sé si fue el silencio de la casa o el eco de las voces ajenas lo que más me dolía. Mi hija Camila apenas me hablaba; desde que se fue a vivir con su novio a la otra punta de la ciudad, nuestras conversaciones se reducían a mensajes secos por WhatsApp. «¿Cómo estás, má?» «Bien, hija. ¿Vos?» Y nada más. A veces me preguntaba si alguna vez volveríamos a reír juntas como antes, cuando ella era chiquita y yo le inventaba cuentos para dormir.

Esa mañana, mientras barría el pasillo común, Doña Rosa y Doña Marta cuchicheaban en la escalera. —Dicen que Ernesto ya tiene otra —susurró Marta, pero lo dijo tan fuerte que era imposible no escucharla. Sentí un nudo en el estómago. No era solo el chisme: era la confirmación de que mi vida, tal como la conocía, se había terminado.

Me encerré en mi departamento y me senté frente a la ventana. Miré el parque donde jugaban los niños y recordé cuando Camila corría entre los árboles, con sus trenzas deshechas y las rodillas raspadas. ¿En qué momento me convertí en esta sombra? ¿En qué momento dejé de ser Irene para ser «la esposa abandonada»?

Esa noche no pude dormir. El ventilador giraba lento en el techo y cada vuelta parecía marcar el tiempo que había perdido esperando que Ernesto volviera. Me levanté y fui a la cocina. Abrí la heladera: medio tomate, un poco de arroz frío, una cerveza olvidada. Me serví un vaso de agua y me miré en el reflejo de la ventana. Ojeras profundas, cabello sin brillo, una tristeza que no sabía disimular.

Al día siguiente, decidí salir temprano. Caminé hasta la feria del barrio para distraerme. Entre los puestos de frutas y verduras, saludé a Don Julio, el verdulero. —¿Cómo va, Irene? Hace rato que no te veía por acá —me dijo con una sonrisa sincera. Sentí ganas de llorar, pero me contuve.

—Acá ando, sobreviviendo —respondí, intentando sonar fuerte.

—No te dejés vencer —me aconsejó—. La vida sigue, aunque duela.

Compré unas naranjas y pan casero. De regreso, pasé por la iglesia. Entré y me senté en un banco vacío. No soy muy religiosa, pero necesitaba silencio. Cerré los ojos y recé por fuerza, por una señal, por algo que me sacara de ese pozo.

Esa tarde llamé a Camila. Tardó en contestar.

—¿Qué pasa, má? Estoy ocupada.

—Solo quería saber cómo estabas —dije bajito.

—Bien… Mirá, después te llamo —y cortó.

Me quedé mirando el teléfono como si fuera una bomba a punto de explotar. ¿Cuándo se había vuelto tan fría conmigo? ¿Era culpa mía?

Esa noche soñé con Ernesto. Lo veía irse con una maleta vieja y yo corría tras él, pero nunca lo alcanzaba. Me desperté sudando y con el corazón acelerado.

Pasaron los días y las semanas. Las vecinas seguían hablando; cada vez que salía al pasillo sentía sus ojos sobre mí. Un día escuché a Doña Marta decir: —Pobre Irene, seguro algo habrá hecho para que él se fuera.

Me hervía la sangre. ¿Por qué siempre es culpa de la mujer? ¿Por qué nadie pregunta cómo estoy yo?

Un sábado por la tarde, Camila apareció sin avisar. Tocó la puerta y cuando abrí, casi no la reconocí: pelo teñido de azul, tatuajes nuevos en los brazos.

—Hola má —dijo sin mirarme a los ojos.

La invité a pasar. Preparé mate y nos sentamos en silencio.

—¿Por qué viniste? —pregunté al fin.

—No sé… Te extrañaba —respondió encogiéndose de hombros.

La miré largo rato. Quise abrazarla pero algo nos separaba; un muro invisible hecho de reproches no dichos y palabras guardadas.

—¿Te acordás cuando me llevabas al parque? —dijo de repente—. Yo pensaba que eras invencible.

Sentí un nudo en la garganta.

—Yo también pensaba eso… hasta ahora —susurré.

Camila me miró con lágrimas en los ojos.

—Perdoname si estuve distante… No supe cómo ayudarte —dijo bajito.

La abracé fuerte y lloramos juntas por todo lo perdido y lo que aún podíamos recuperar.

Esa noche cenamos juntas y hablamos hasta tarde. Me contó de sus miedos, sus sueños, sus peleas con su novio. Yo le conté del vacío que dejó su papá y del dolor de sentirse invisible para todos.

Al día siguiente salimos a caminar por el barrio. Las vecinas nos miraron sorprendidas; algunas saludaron con una sonrisa forzada. Sentí que algo dentro mío cambiaba: ya no me importaban tanto sus opiniones.

Con el tiempo empecé a reconstruir mi vida. Me anoté en un taller de cerámica en el centro cultural del barrio; conocí gente nueva, mujeres como yo que también habían pasado por rupturas y soledad. Aprendí a reírme otra vez, a disfrutar de mi propia compañía.

Camila empezó a visitarme más seguido; nuestras charlas ya no eran tan tensas. A veces discutíamos, claro, pero ahora sabíamos escucharnos.

Un día Ernesto llamó para decirme que quería hablar conmigo. Nos encontramos en una cafetería cerca del trabajo donde él solía ir después de la oficina.

—Irene… Quería pedirte perdón —dijo sin mirarme—. Fui un cobarde al irme así.

Lo escuché en silencio. Ya no sentía rabia ni tristeza; solo una extraña paz.

—No te preocupes —le respondí—. Yo también tuve que aprender a perdonarme a mí misma.

Nos despedimos con un apretón de manos y supe que era el final de una etapa.

Hoy miro atrás y veo todo lo que he superado: los chismes del barrio, la soledad, el miedo al qué dirán. Aprendí que nadie puede definir mi valor salvo yo misma.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo siguen atrapadas en historias que otros escriben por ellas? ¿Cuándo vamos a animarnos todas a romper ese círculo?