Gritos en la Noche: El Precio de la Convivencia

—¡Tu gato hace demasiado ruido! ¡Ya no lo soporto! ¡Apaguen esa máquina! ¡Por su culpa no puedo dormir!—. El grito de Don Ernesto, mi vecino del 302, desgarró la quietud de la noche como un cuchillo. Empezó a golpear la puerta con furia, mientras el timbre sonaba una y otra vez, como si quisiera arrancarnos del sueño a la fuerza.

Yo, Kinga Morales, salté del sofá y el control remoto se me cayó de las manos. Krzysztof, mi esposo —sí, su nombre es raro aquí, pero es hijo de polacos que llegaron a México en los ochenta—, se dio vuelta en la cama y murmuró algo ininteligible. La lámpara apenas iluminaba el cuarto, y afuera el calor era tan denso que parecía que el aire se podía cortar con cuchillo.

Me acerqué a la puerta temblando. Sabía que Don Ernesto tenía fama de ser problemático, pero nunca lo había visto así. Mi gata, Frida, se escondió debajo del sillón, asustada por el escándalo. Al abrir la puerta, el sudor me corría por la frente.

—¿Qué pasa, Don Ernesto?— pregunté con voz temblorosa.

—¡Su maldito gato no deja de maullar! ¡Y esa máquina que usan para enfriar hace un ruido infernal! ¡No soy el único que se queja!— gritó, con los ojos desorbitados.

Detrás de él, vi a Doña Lupita asomándose desde su puerta, con su bata floreada y cara de preocupación. Los demás vecinos empezaban a abrir sus puertas también. Sentí que todos los ojos del edificio estaban sobre mí.

—Frida está asustada por el calor y por los fuegos artificiales de la fiesta en la esquina— intenté explicar—. Y el ventilador es lo único que tenemos para no sofocarnos.

Don Ernesto bufó.—¡Pues consíganse aire acondicionado como la gente decente! ¡O mejor aún, váyanse a otro lado!

Cerró la puerta de golpe y escuché cómo pateaba algo en el pasillo. Me quedé paralizada. Krzysztof apareció detrás de mí, despeinado y con ojeras.

—¿Otra vez ese viejo? ¿Qué quiere ahora?

—Dice que Frida hace mucho ruido… y que el ventilador no lo deja dormir.

Krzysztof suspiró.—No podemos seguir así. Este edificio se está volviendo una pesadilla.

Me senté en el sofá y sentí las lágrimas arderme en los ojos. No era solo el calor ni los gritos; era la sensación de no pertenecer, de ser siempre «los raros» del edificio. Desde que llegamos a la Ciudad de México hace cinco años, nunca terminamos de encajar. Mi acento del norte y el nombre extranjero de Krzysztof eran suficientes para que algunos nos miraran con recelo.

Esa noche no dormimos. Frida maullaba bajito, asustada por los ruidos. Yo me quedé mirando al techo, pensando en todas las veces que intenté ser amable con los vecinos: las galletas que llevé en Navidad, las veces que ayudé a Doña Lupita con sus bolsas del mercado… ¿De qué servía todo eso si al final solo veían nuestros defectos?

A la mañana siguiente, encontré un papel pegado en la puerta: «¡Respeten el sueño ajeno! ¡No más ruidos ni animales molestos!». Reconocí la letra temblorosa de Don Ernesto. Sentí rabia e impotencia.

En el desayuno, Krzysztof trató de animarme.—Podríamos buscar otro departamento… uno donde acepten mascotas y no tengamos vecinos tan amargados.

Pero yo no quería rendirme tan fácil. Había luchado mucho por tener un hogar propio en esta ciudad caótica. Además, Frida era parte de nuestra familia; no iba a abandonarla por las quejas de un vecino intolerante.

Decidí hablar con Doña Lupita esa tarde. La encontré regando sus plantas en el pasillo.

—¿Usted también cree que Frida es un problema?— le pregunté, con voz baja.

Ella me miró con ternura.—Ay hija, no es tu gata… es Don Ernesto. Desde que falleció su esposa se volvió más amargado. Todo le molesta: los niños jugando, los perros ladrando… hasta las risas le parecen pecado.

Sentí un poco de alivio, pero también tristeza por Don Ernesto. ¿Cuántas veces había juzgado yo a otros sin conocer su historia?

Esa noche hubo junta vecinal. El administrador del edificio pidió silencio para hablar:

—Vecinos, hemos recibido varias quejas por ruidos nocturnos. Les recuerdo que todos tenemos derecho al descanso… pero también a convivir en armonía. Propongo que hablemos con respeto y busquemos soluciones juntos.

Don Ernesto levantó la mano.—¡Yo solo quiero dormir! ¡No pido más!

Yo respiré hondo y tomé valor.—Entiendo su molestia, Don Ernesto. Pero también nosotros sufrimos por el calor y los ruidos externos. Mi gata solo está asustada… No queremos molestar a nadie.

Se hizo un silencio incómodo. Algunos vecinos asintieron; otros murmuraron entre dientes.

Doña Lupita intervino.—Quizá podríamos turnarnos para usar los ventiladores más potentes solo hasta cierta hora… Y si alguien necesita ayuda para dormir mejor, podríamos buscar soluciones juntos.

La tensión bajó un poco. Al final acordamos reglas nuevas: nada de ruidos fuertes después de las once; si algún animal se pone nervioso por los fuegos artificiales —tan comunes en las fiestas patronales—, avisar al grupo del edificio para pedir comprensión.

Esa noche sentí una mezcla rara de alivio y tristeza. Sabía que nada sería perfecto; siempre habría roces y diferencias. Pero también entendí que detrás de cada grito hay una historia, detrás de cada queja hay una herida.

Pasaron los días y poco a poco las cosas mejoraron. Don Ernesto seguía siendo gruñón, pero ya no golpeaba mi puerta. Frida se acostumbró al ruido y yo aprendí a ser más paciente… incluso cuando sentía ganas de gritarle al mundo entero.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces juzgamos sin saber? ¿Cuántas veces olvidamos que todos cargamos nuestras propias batallas? Tal vez vivir juntos no sea fácil… pero ¿no vale la pena intentarlo una vez más?