Karma en la Caja Cinco: Un Giro Inesperado en el Súper

—¡No, Javier! ¡No pongas los huevos encima de las tortillas! —le grité, sin importarme que la señora del mandil azul volteara a vernos con desaprobación. El supermercado estaba atestado, como cada quincena, y el aire olía a sudor, detergente y pan recién horneado. Mi esposo me miró con ese gesto cansado que últimamente se le había vuelto costumbre.

—Ya, Mariana, no empieces —me susurró entre dientes, pero yo ya había empezado. Sentía el corazón palpitando en la garganta, y no era solo por los huevos.

La fila de la caja cinco era interminable. Detrás de nosotros, una señora con dos niños pequeños murmuraba algo sobre la tardanza. Delante, un hombre mayor discutía con la cajera porque le habían cobrado doble el arroz. Todo era ruido y tensión. Javier sacó su celular y empezó a revisar mensajes, ignorándome por completo.

—¿Vas a ayudar o solo vas a ver memes? —le dije, más fuerte de lo necesario. Él ni siquiera levantó la vista. Sentí que me hervía la sangre. No era solo por hoy; era por todas las veces que sentí que cargaba sola con todo: la casa, los niños, hasta las compras.

En ese momento, una voz familiar interrumpió mis pensamientos.

—¿Mariana? ¿Eres tú?

Me giré y vi a Lucía, mi ex mejor amiga de la universidad. No la veía desde hacía años, desde aquella pelea absurda por un chico que ahora ni recuerdo. Lucía estaba igual: cabello rizado, sonrisa amplia, pero sus ojos tenían una sombra que antes no conocía.

—¡Lucía! —exclamé, forzando una sonrisa—. Qué sorpresa verte aquí.

Javier levantó la vista y saludó con un gesto incómodo. Lucía miró nuestro carrito desordenado y luego a nosotros. Sus ojos se detuvieron en Javier un segundo más de lo normal. Sentí un escalofrío.

—¿Cómo has estado? —preguntó ella, pero su tono era extraño, como si supiera algo que yo no.

—Bien… aquí, ya sabes, sobreviviendo —respondí, intentando sonar ligera.

La fila avanzó un poco. Lucía se acercó más y bajó la voz.

—¿Sabes? A veces la vida nos pone en lugares donde tenemos que decidir si seguimos cargando lo que nos duele o si lo soltamos —dijo, mirándome fijamente.

No entendí a qué venía eso. Javier volvió a su celular. Yo sentí una punzada en el estómago.

—¿Y tú? ¿Cómo estás? —pregunté por cortesía.

Lucía suspiró.—Me divorcié hace dos años. Fue difícil, pero ahora estoy mejor. Aprendí que uno no puede vivir esperando que el otro cambie.

Sus palabras me golpearon más fuerte de lo que esperaba. Miré a Javier; él ni se inmutó. La cajera llamó al siguiente cliente. Era nuestro turno.

Mientras pasábamos los productos por la banda, noté que Javier había puesto los huevos encima de las tortillas, tal como le pedí que no hiciera. Sentí ganas de llorar y gritar al mismo tiempo. La cajera nos miró con lástima.

—¿Todo bien? —preguntó ella, mientras escaneaba el pan.

Asentí en silencio. Lucía ya estaba pagando en la caja de al lado. De repente, uno de los niños de la señora detrás de nosotros tiró una botella de refresco al suelo; el líquido se esparció hasta mojar mis zapatos. Nadie se disculpó. Javier ni siquiera lo notó.

Cuando salimos del supermercado, Lucía nos alcanzó en el estacionamiento.

—Mariana —me dijo—, ¿puedo hablar contigo un momento?

Javier bufó.—¿Nos vamos o qué?

—Ve adelantando al coche —le dije sin mirarlo.

Lucía me tomó del brazo.—Perdón si soy imprudente, pero creo que debes saberlo. Hace unos meses vi a Javier con otra mujer en un café por Coyoacán. No quise meterme, pero hoy… verte así… No mereces cargar sola con todo esto.

Sentí como si el piso se abriera bajo mis pies. Quise gritarle que estaba equivocada, pero algo dentro de mí supo que era verdad. Recordé todas las noches en que Javier llegaba tarde, las excusas tontas, su distancia creciente.

—Gracias por decírmelo —susurré, tragando lágrimas.

Lucía me abrazó.—No estás sola. Si necesitas hablar…

Asentí y caminé hacia el coche como si flotara. Javier ya estaba dentro, revisando su celular otra vez.

—¿Qué quería Lucía? —preguntó sin mirarme.

—Nada importante —mentí, mirando por la ventana mientras arrancaba el motor.

El camino a casa fue silencioso. En mi mente repasaba cada detalle: los huevos sobre las tortillas, el refresco derramado, las palabras de Lucía. Todo cobraba sentido ahora. Sentí rabia, tristeza y una extraña sensación de alivio.

Esa noche, mientras acomodaba las compras sola en la cocina, decidí que ya no iba a cargar más con lo que no me correspondía. Tal vez era hora de soltar y dejar que el karma hiciera su trabajo.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos ignoren y nos lastimen quienes más deberían cuidarnos? ¿Cuántas señales necesitamos para abrir los ojos y tomar una decisión? Los leo.