La abuela invisible: un martes cualquiera en la sala de espera
—¿Y esa señora? ¿No tiene familia que la cuide? —escuché el susurro de una mujer joven, mientras apretaba su bolso contra el pecho y me lanzaba una mirada de lástima mezclada con desdén.
Era martes, uno de esos martes grises en los que el cielo amenaza lluvia pero no se decide. El hospital público de mi ciudad, San Juan de Lurigancho, hervía de gente. Yo, Carmen Ramírez, con mis ochenta y dos años y mi chaleco raído, me senté en la esquina más alejada de la sala de espera. Mi bastón temblaba entre mis manos. Sentía las miradas, los cuchicheos, el olor a desinfectante y a miedo.
—Mamá, ¿por qué esa señora huele raro? —preguntó un niño, jalando la manga de su madre.
—Shhh, no la mires —le respondió ella, apartándolo como si yo fuera contagiosa.
No era la primera vez que me sentía invisible o, peor aún, indeseada. Desde que mi hija se fue a Chile buscando trabajo y mi nieto se perdió en las calles, aprendí a valerme sola. Pero ese día necesitaba ayuda: el dolor en mi pecho era distinto, más agudo, como si alguien apretara mi corazón con rabia.
Mientras esperaba mi turno, una enfermera pasó a mi lado sin mirarme. Otra me pidió que no me recostara en la pared porque «la ensuciaba». Me mordí los labios para no llorar. Recordé a mi difunto esposo, don Ernesto, y cómo solía decirme: «Carmen, la dignidad no se pierde por la ropa ni por el hambre». Pero ese día sentí que la estaba perdiendo.
De repente, la puerta del consultorio 3 se abrió con fuerza. Un hombre alto, de bata blanca y rostro conocido por todos —el doctor Alejandro Torres, el cirujano estrella del hospital— salió al pasillo. La gente murmuró su nombre como si fuera un santo.
—¿Quién sigue? —preguntó con voz firme.
La recepcionista dudó. Miró mi ficha y luego a mí, como si no quisiera pronunciar mi nombre en voz alta.
—La señora Carmen Ramírez —dijo al fin, casi disculpándose.
Me levanté despacio. Sentí las miradas clavarse en mi espalda. Un joven con auriculares murmuró: «Seguro ni sabe leer». Una señora mayor se persignó y murmuró: «Pobrecita, ojalá no se muera aquí».
Entré al consultorio con el corazón encogido. El doctor Torres me miró a los ojos y sonrió.
—Doña Carmen, ¡qué gusto verla! ¿Cómo está su nieto Diego? ¿Ya terminó la secundaria?
Me sorprendió que recordara mi nombre y a mi familia. Le conté que Diego había dejado la escuela y que mi hija seguía en Chile, luchando por enviar algo de dinero cada mes.
El doctor me examinó con paciencia y respeto. Me preguntó por mis dolores, por mis medicinas, por mis miedos. Me sentí escuchada por primera vez en mucho tiempo.
Al salir del consultorio, el doctor Torres me acompañó hasta la sala de espera. Todos lo miraban con admiración.
—Quiero decirles algo —anunció él, alzando la voz—. La señora Carmen fue quien me enseñó a leer cuando yo era niño y vivía en este barrio. Si hoy soy médico es gracias a ella. Nunca olviden que detrás de cada rostro hay una historia que merece respeto.
Un silencio incómodo llenó la sala. Vi cómo las miradas cambiaban: de desprecio a vergüenza, de indiferencia a curiosidad. La joven del bolso bajó la cabeza. La madre del niño le susurró algo al oído y él se acercó a mí:
—Perdón por lo que dije, abuelita —me dijo con voz tímida.
Sentí una mezcla de orgullo y tristeza. Orgullo porque alguien reconocía mi valor; tristeza porque tuvo que venir alguien «importante» para que los demás lo vieran.
Mientras esperaba los resultados de mis exámenes, una enfermera se me acercó con una taza de té caliente.
—Disculpe si fui brusca antes —me dijo—. A veces el trabajo nos hace olvidar que todos somos personas.
Asentí en silencio. Pensé en todas las veces que fui invisible: en el mercado cuando pedía fiado; en el bus cuando nadie me cedía el asiento; en la iglesia cuando nadie me saludaba porque «olía a pobreza».
Recordé también los días felices: cuando enseñaba a leer a los niños del barrio bajo el árbol de mango; cuando Diego era pequeño y me abrazaba fuerte diciendo que yo era su heroína; cuando Ernesto me llevaba flores robadas del parque porque no había dinero para comprarlas.
La vida nunca fue fácil para mí. Nací en un pueblito de Ayacucho durante los años duros del terrorismo. Perdí hermanos y amigos por culpa de la violencia y el hambre. Llegué a Lima con una maleta rota y un hijo enfermo. Trabajé limpiando casas ajenas mientras criaba sola a mi hija Lucía. Nunca tuve lujos ni vacaciones ni tiempo para mí misma.
Pero siempre tuve dignidad. Y ese martes en el hospital casi la pierdo por culpa de las miradas ajenas.
Al final del día, el doctor Torres salió a buscarme para darme los resultados: «No es grave, doña Carmen. Solo necesita reposo y tomar sus medicinas puntualmente».
Me acompañó hasta la puerta del hospital y antes de despedirse me dijo:
—Gracias por todo lo que hizo por mí y por este barrio. No deje que nadie le quite su dignidad.
Caminé despacio hacia la avenida, sintiendo el peso del bastón pero también el alivio en el corazón. Pensé en Lucía trabajando lejos para darnos un futuro mejor; en Diego perdido pero aún con esperanza; en todas las abuelas invisibles que llenan las salas de espera de los hospitales públicos de América Latina.
¿Hasta cuándo vamos a juzgar a las personas por su ropa o su olor? ¿Cuántas historias valiosas ignoramos cada día solo porque no brillan por fuera?
Quizás algún día aprendamos a mirar más allá de las apariencias… ¿Y tú? ¿Alguna vez fuiste invisible para los demás?