La Decisión de Mariana
—¡Lucía, venite ya!—La voz de Mariana, mi hermana menor, me atraviesa el pecho como un cuchillo. El teléfono vibra en mi mano mientras el café burbujea en la olla. Son las siete de la mañana y todavía no me sacudo el sueño de los ojos. —¿Qué pasa, Mariana?—pregunto, aunque ya sé que nada bueno puede venir de una llamada tan temprano. —Todo está listo. Los papeles, la ambulancia… Hoy llevamos a mamá al asilo. No hay vuelta atrás.
Me quedo muda. El vapor del café empaña la ventana y siento que el aire se espesa. ¿Cómo pudo decidir algo así sin consultarme? ¿Quién le dio ese derecho? Mariana siempre fue la impulsiva, la que actúa primero y pregunta después. Pero esto… esto es demasiado.
—¿Estás loca?—le grito, sin importarme si despierto a mis hijos en el cuarto de al lado.—¿Cómo que todo está listo? ¡No podés hacerle eso a mamá!
—No hay otra opción, Lucía—responde ella, su voz quebrada.—Vos sabés cómo está. Anoche se volvió a escapar. La encontró don Ernesto en la esquina, descalza y llorando. No podemos más…
Cuelgo sin despedirme. Siento el corazón galopando en mi pecho mientras busco las llaves y salgo casi corriendo de la casa. El barrio todavía duerme; los perros callejeros bostezan bajo los portones y el sol apenas asoma sobre los techos de lámina. Camino rápido, como si pudiera dejar atrás el miedo y la rabia con cada paso.
Cuando llego a la casa de mamá, veo la ambulancia estacionada frente a la puerta. Mariana está en la vereda, con los ojos hinchados y el pelo recogido a las apuradas. Mi hermano mayor, Ricardo, fuma nervioso apoyado en el portón.
—¿Por qué no me avisaron antes?—les reclamo apenas los veo.—¡Esto no se hace así!
Ricardo me mira cansado.—Lucía, vos sabés que no hay plata para pagarle a otra cuidadora. Yo trabajo todo el día, Mariana tiene los chicos… Vos también tenés tu vida.
—Pero es mamá…—susurro, sintiendo que las palabras se me atragantan.
En ese momento sale mamá, sostenida por dos enfermeros. Lleva puesto su vestido celeste favorito, pero sus ojos están perdidos en algún recuerdo lejano. Me mira y sonríe, como si fuera una niña.
—¿Vamos al parque, Lucita?—me pregunta con esa voz dulce que me desarma.
No puedo más. Me acerco y la abrazo fuerte, sintiendo su cuerpo frágil temblar entre mis brazos.
—No, mamá… Vamos a un lugar donde te van a cuidar mucho—le miento, porque no sé cómo decirle la verdad.
Mariana llora en silencio. Ricardo aprieta los dientes y mira al suelo. Nadie dice nada mientras suben a mamá a la ambulancia. El motor arranca y se lleva con él toda nuestra infancia, todos los domingos de asado y risas en el patio.
El viaje al asilo es un silencio largo y pesado. Nadie se atreve a mirar a mamá a los ojos. Cuando llegamos, una enfermera amable nos recibe con una sonrisa ensayada.
—No se preocupen, aquí va a estar bien cuidada—nos dice, pero yo solo veo paredes blancas y ventanas cerradas.
Mamá se sienta en una silla junto a la ventana y mira hacia afuera. Sus manos tiemblan sobre su falda. Mariana se arrodilla frente a ella.
—Perdoname, mami… No pudimos hacer otra cosa—le susurra entre sollozos.
Mamá le acaricia el pelo.—No llores, Marianita. Todo va a estar bien.
Salimos del asilo sin decir palabra. Afuera, el sol brilla indiferente sobre la ciudad ruidosa. Mariana me agarra del brazo.
—¿Creés que hicimos lo correcto?—me pregunta con los ojos llenos de culpa.
No sé qué responderle. Siento que traicioné a mamá, pero también sé que no podíamos seguir así: noches sin dormir, miedo constante de que algo le pase…
Esa noche no puedo pegar un ojo. Miro las fotos viejas en el celular: mamá joven, riendo con papá en la playa; nosotros tres disfrazados en carnaval; las navidades apretados alrededor de la mesa. ¿En qué momento nos volvimos extraños? ¿Cuándo dejamos de ser familia para convertirnos en sobrevivientes?
Los días pasan lentos. Mariana me llama cada noche para saber si fui a ver a mamá. Ricardo apenas responde los mensajes del grupo familiar. Todos estamos rotos por dentro, pero nadie lo dice en voz alta.
Un domingo decido ir sola al asilo. Entro despacio, con miedo de lo que voy a encontrar. Mamá está sentada junto a una ventana, mirando los árboles del jardín.
—Hola, Lucita—me dice apenas me ve.—¿Viniste a buscarme para ir al parque?
Me siento a su lado y le tomo la mano.—Hoy no podemos ir al parque, mami… Pero te traje tus galletitas favoritas.
Ella sonríe y empieza a contarme historias de cuando era niña en el campo, historias que ya escuché mil veces pero que ahora suenan distintas: llenas de nostalgia y ternura.
De repente me doy cuenta de que mamá ya no es la mujer fuerte que me enseñó a pelear por mis sueños; ahora es una niña perdida en su propio mundo. Y yo soy solo una visitante en su memoria.
Al salir del asilo veo a Mariana esperándome en la puerta.
—¿Cómo está?—me pregunta bajito.
—Tranquila… Pero creo que ya no nos reconoce del todo.
Mariana se cubre la cara con las manos y llora sin consuelo.
—Yo solo quería lo mejor para ella…
La abrazo fuerte. Por primera vez en mucho tiempo siento que somos hermanas de verdad: dos mujeres adultas tratando de sobrevivir al dolor y al peso de las decisiones imposibles.
Esa noche escribo un mensaje en el grupo familiar:
«Quizás nunca sepamos si hicimos lo correcto. Pero lo hicimos por amor. Ojalá algún día podamos perdonarnos todos».
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven este mismo dolor en silencio? ¿Cuántos hijos tienen que elegir entre cuidar o dejar ir? ¿Es posible sanar después de una decisión así?