La decisión de mi hermana: Un día que cambió todo

—¡Lucía, ven ya!— La voz de Mariana atravesó el teléfono como un rayo, justo cuando el agua del café empezaba a burbujear. Eran las siete de la mañana y yo apenas podía abrir los ojos. —¿Qué pasó, Mariana?— pregunté, frotándome la frente, temiendo lo peor. —Es mamá. Tienes que venir ahora mismo. No preguntes, solo ven.

Colgué sin pensarlo dos veces. Me puse lo primero que encontré y salí corriendo a la calle de la colonia Roma, donde el tráfico ya comenzaba a rugir. Mientras el taxi avanzaba entre los cláxones y vendedores ambulantes, mi mente se llenó de recuerdos: la infancia en Veracruz, las peleas por la última tortilla, las risas en la playa… y las discusiones interminables entre Mariana y yo.

Al llegar al departamento de mamá, sentí un nudo en el estómago. Mariana me abrió la puerta con los ojos rojos e hinchados. —¿Dónde está mamá?— pregunté, casi sin aliento. —En su cuarto. Pero antes de que entres…— Mariana bajó la voz— Lucía, ya hablé con el doctor. Decidí que mañana la internan en la clínica de cuidados paliativos.

Me quedé helada. —¿Cómo que decidiste? ¿No íbamos a hablarlo todas juntas?—

Mariana apretó los labios. —No había tiempo. Mamá está peor y tú nunca contestas el teléfono. Además, tú siempre dices que no puedes dejar el trabajo.—

Sentí una mezcla de rabia y culpa. —Eso no te da derecho a decidir sola por mamá.—

—¡Alguien tenía que hacerlo!— gritó Mariana, y su voz se quebró. —No puedo más, Lucía. Llevo semanas sin dormir, viendo cómo mamá se apaga… y tú solo mandas dinero.—

Entré al cuarto de mamá. El olor a medicamentos era fuerte. Mamá me miró con sus ojos cansados y sonrió débilmente. —Hola, mi niña…

Me senté a su lado y le tomé la mano. —Mamá, ¿tú quieres irte a esa clínica?—

Ella suspiró. —No quiero ser una carga para ustedes.—

—Nunca serás una carga— susurré, sintiendo las lágrimas arderme en los ojos.

Esa noche, Mariana y yo discutimos hasta el cansancio. Ella lloraba por el agotamiento; yo por la culpa de no haber estado más presente. Recordamos cómo papá nos dejó cuando éramos niñas y cómo mamá se partió el lomo vendiendo tamales para sacarnos adelante. Mariana siempre fue la fuerte, la que se quedó en casa mientras yo estudiaba en la UNAM y luego conseguí trabajo en la ciudad.

—Tú siempre fuiste la favorita— me lanzó Mariana entre sollozos—. Mamá te defendía aunque llegaras tarde o no llamaras en semanas.—

—Eso no es cierto— respondí, pero en el fondo sabía que algo de razón tenía.

A la mañana siguiente, llegó mi hermano menor, Ernesto, desde Puebla. Apenas cruzó la puerta, Mariana le soltó la noticia: —Ya está decidido. Mañana internamos a mamá.—

Ernesto me miró buscando apoyo, pero yo solo pude encogerme de hombros. La decisión ya estaba tomada.

Esa tarde, mientras ayudaba a mamá a peinarse, ella me susurró: —No peleen por mí. Lo único que quiero es verlas juntas… aunque sea una vez más.—

Me dolió escucharla tan resignada. Salí al balcón y miré el cielo gris de la ciudad. Pensé en todas las veces que prioricé mi trabajo sobre mi familia; en las llamadas perdidas de Mariana; en los cumpleaños de mamá que me perdí por juntas o entregas urgentes.

Por la noche, Ernesto propuso hacer una última comida familiar antes de llevar a mamá a la clínica. Cocinamos arroz con pollo y plátanos fritos, como cuando éramos niños en Veracruz. Alrededor de la mesa, los silencios pesaban más que las palabras.

De pronto, Mariana rompió el silencio: —Perdón si me adelanté… pero ya no podía sola.—

Ernesto le tomó la mano y yo hice lo mismo con mamá. Por primera vez en mucho tiempo sentí que éramos una familia otra vez, aunque fuera por unas horas.

Al día siguiente, acompañamos a mamá a la clínica. El trayecto fue silencioso; solo se escuchaba el murmullo del radio del taxi y el bullicio lejano del mercado.

Al despedirme de mamá, ella me abrazó con fuerza inesperada y me susurró al oído: —No te olvides de tu hermana.—

Salí de la clínica sintiéndome vacía pero también aliviada. Sabía que habíamos hecho lo correcto… o al menos eso quería creer.

Ahora, sentada frente a esta taza de café frío, me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros porque no estamos presentes? ¿Cuánto pesa realmente la culpa cuando se trata de cuidar a quienes amamos?

¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?