La doble vida de Tomás: Descubierta por un simple recibo
—¿Por qué siempre llegas tan contento, Tomás? —le pregunté una noche, mientras él se quitaba los zapatos en la sala, con esa sonrisa tranquila que últimamente me parecía tan ajena.
Él me miró, sorprendido por el tono de mi voz. —¿Y por qué no habría de estarlo, Lucía? El trabajo va bien, y tú estás aquí esperándome —respondió, como si nada pasara.
Pero yo ya no podía ignorar lo que sentía. Había algo raro en su rutina. No era solo su buen humor; era el hecho de que nunca tenía hambre al llegar, ni mencionaba a sus compañeros, ni traía historias del día. Y lo peor: al revisar la cuenta bancaria, noté que no había gastos de almuerzo ni de transporte. Nada. Como si durante el día desapareciera del mundo.
La sospecha me carcomía. ¿Tendría otra mujer? ¿Una familia secreta? En mi cabeza, las ideas se volvían cada vez más oscuras. No podía dormir. Una noche, mientras él roncaba a mi lado, me levanté y revisé su mochila. Solo encontré un libro viejo y una libreta con garabatos. Nada incriminatorio.
Al día siguiente, decidí seguirlo. Me sentí ridícula, como en una telenovela barata, pero necesitaba respuestas. Tomás salió temprano, como siempre, con su camisa planchada y su termo de café. Caminó hasta la esquina y tomó el colectivo 32 rumbo al centro. Yo lo seguí a distancia, con el corazón latiendo a mil.
Pero no llegó a ninguna oficina. Se bajó cerca del parque San Martín y caminó hasta una pequeña biblioteca pública. Lo vi entrar y desaparecer entre los estantes polvorientos. Esperé casi una hora afuera, temblando de nervios y rabia. Finalmente, lo vi salir con un hombre mayor —don Ernesto, el bibliotecario— y juntos se sentaron en una banca a conversar.
No entendía nada. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué mentir sobre su trabajo? Esa noche, cuando volvió a casa, lo enfrenté.
—Tomás, dime la verdad. ¿Dónde estuviste hoy?
Él se quedó helado. Bajó la mirada y suspiró largo.
—Lucía… perdí el trabajo hace tres meses. No supe cómo decírtelo. Todos los días salgo para que no te des cuenta. Paso las mañanas en la biblioteca buscando avisos de empleo o ayudando a don Ernesto con los libros.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Tres meses? ¿Y yo sin enterarme? La rabia me quemaba por dentro.
—¿Por qué me mentiste? ¡Podríamos haberlo enfrentado juntos! —grité, con lágrimas en los ojos.
Él también lloraba ya.
—No quería decepcionarte. Sé cuánto te esfuerzas para que salgamos adelante… No soportaba verte preocupada o triste por mi culpa.
Me senté en la cama, derrotada. Pensé en todo lo que habíamos pasado juntos: la mudanza desde Tucumán a Buenos Aires buscando un futuro mejor, los años ahorrando peso a peso para comprar nuestro departamento chiquito en Villa Crespo, las noches sin dormir cuando nació nuestra hija Camila… ¿Cómo podía ocultarme algo así?
Los días siguientes fueron un infierno. Apenas nos hablábamos. Yo iba al trabajo con el estómago revuelto; él seguía saliendo cada mañana, pero ahora sin mentiras. Nuestra hija notaba la tensión y preguntaba por qué papá estaba tan callado.
Una tarde, mi mamá vino a visitarnos desde Salta. Al verme tan decaída, me abrazó fuerte y me dijo:
—M’hija, los hombres a veces creen que deben cargar solos con todo… Pero uno se casa para compartir las penas también.
Sus palabras me hicieron pensar en mi propio padre, que perdió el trabajo cuando yo era niña y nunca nos ocultó nada; juntos salimos adelante vendiendo empanadas en la plaza del pueblo.
Esa noche, busqué a Tomás en el balcón. Estaba sentado mirando las luces de la ciudad.
—No quiero más secretos entre nosotros —le dije—. Si vamos a caer, caigamos juntos… pero también vamos a levantarnos juntos.
Él me tomó la mano y lloramos abrazados bajo el cielo porteño.
A partir de ese día, todo cambió. Empezamos a buscar trabajo juntos: yo revisaba avisos en internet mientras él mandaba currículums; incluso Camila ayudaba pegando volantes en el barrio ofreciendo clases particulares de matemáticas. No fue fácil: hubo rechazos, humillaciones y días en que solo comíamos arroz con huevo porque no alcanzaba para más.
Pero poco a poco fuimos saliendo adelante. Tomás consiguió un empleo como asistente en una librería del centro; no era lo que soñaba, pero le devolvió la dignidad y la sonrisa sincera. Yo aprendí a confiar otra vez en él… y él aprendió que no hay vergüenza en pedir ayuda cuando uno la necesita.
Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de cuánto nos fortaleció esta crisis. Aprendimos que el amor verdadero no es solo alegría y promesas; también es dolor compartido y reconstrucción desde las ruinas.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias latinoamericanas viven historias como la nuestra? ¿Cuántos secretos se esconden por miedo o vergüenza? ¿Y si habláramos más honestamente sobre nuestras caídas?
¿Ustedes qué harían si descubrieran una mentira así? ¿Perdonarían o no? Los leo…