La familia que nunca tuve
—¿Otra vez aquí, Doña Carmen? —pensé mientras giraba la llave en la puerta y sentía ese olor a sopa de pollo con cilantro que nunca preparo yo. El televisor murmuraba desde la cocina, y las voces —una aguda, otra grave— se mezclaban con el sonido de las cucharas golpeando los platos. Me quité los zapatos, sintiendo el sudor pegajoso del día en mis pies, y colgué mi bolso en el perchero.
—¡Verónica! —gritó mi suegra desde la cocina—. ¿Ya llegaste? Ven, que te guardé un poco de caldo.
No respondí de inmediato. Respiré hondo y conté hasta tres. Sabía que si entraba con mala cara, mi esposo, Julián, me miraría con ese gesto de «por favor, no empieces». Pero era imposible no sentirme invadida. Doña Carmen nunca avisaba. Llegaba con sus bolsas del mercado, su voz mandona y su costumbre de mover todo a su antojo.
Entré a la cocina. Ahí estaba ella, sentada como reina en mi mesa, con su delantal floreado y su cabello recogido en un moño apretado. Julián, mi esposo, la miraba con una mezcla de resignación y cariño. Yo apenas crucé la puerta, sentí el peso de sus ojos sobre mí.
—¿Cómo te fue en el trabajo? —preguntó Julián, pero ni siquiera levantó la vista del celular.
—Bien —respondí, seca.
Doña Carmen me sirvió un plato de sopa sin preguntarme si tenía hambre. Me senté frente a ella y traté de sonreír. Pero por dentro hervía.
—Verónica, deberías aprender a hacer este caldo —dijo ella—. Así Julián no tendría que esperar a que yo venga para comer algo decente.
Sentí el nudo en la garganta. Recordé a mi mamá, muerta hace años, y cómo ella me enseñó a sobrevivir sola en un barrio pobre de Medellín. Nunca tuve una familia grande; éramos solo ella y yo contra el mundo. Ahora tenía una familia política numerosa que me hacía sentir más sola que nunca.
—Gracias, Doña Carmen —dije—. Pero yo cocino lo que puedo, cuando puedo.
Ella chasqueó la lengua y siguió hablando de sus vecinas, de la misa del domingo y de cómo Julián había sido un niño tan bueno antes de casarse conmigo. Yo tragaba la sopa sin saborearla, deseando estar sola en mi cuarto.
Después de cenar, Julián se fue al cuarto a ver fútbol. Doña Carmen se quedó conmigo en la cocina, lavando platos y criticando en voz baja.
—Verónica, ¿por qué no tienes hijos todavía? Ya llevan tres años casados. Mira que Julián necesita una familia de verdad.
Sentí que me apretaban el pecho. No era la primera vez que lo decía. Yo quería hijos, pero el dinero no alcanzaba ni para nosotros dos. Además, mi trabajo como enfermera me dejaba agotada; apenas podía con mi propia vida.
—No es tan fácil —le respondí—. Las cosas están difíciles.
Ella suspiró fuerte.
—En mis tiempos, uno no pensaba tanto. Se hacía lo que tocaba.
Me mordí los labios para no llorar. Quise gritarle que yo no tuve madre ni padre que me cuidaran; que todo lo que tengo lo conseguí sola; que no necesito que me recuerde cada día lo poco que encajo en su familia.
Esa noche, cuando por fin se fue —dejando la nevera llena de tuppers y el corazón lleno de rabia—, Julián vino a buscarme al balcón.
—¿Por qué tienes que ser así con mi mamá? Ella solo quiere ayudar —me dijo.
—¿Ayudar? —repliqué—. ¿O recordarme todos los días que no soy suficiente?
Julián se encogió de hombros y volvió al partido. Yo me quedé mirando las luces lejanas del barrio Santo Domingo Savio, preguntándome si alguna vez tendría una familia propia o si siempre sería una extraña en casa ajena.
Pasaron los meses y las visitas de Doña Carmen se hicieron más frecuentes. Un día llegó con una cuna vieja y ropa de bebé.
—Para cuando llegue el milagro —dijo sonriendo.
No sabía si reír o llorar. Esa noche discutí con Julián hasta el amanecer.
—No quiero que tu mamá siga metiéndose en nuestra vida —le dije entre lágrimas.
—Es mi mamá —respondió él—. No puedo echarla a la calle.
—¿Y yo? ¿Cuándo vas a defenderme a mí?
No hubo respuesta. Dormimos espalda con espalda.
Un domingo cualquiera, después de otra comida familiar donde Doña Carmen criticó mi forma de vestir y mi manera de hablar, salí corriendo al parque más cercano. Me senté en una banca y lloré como cuando era niña y nadie venía a buscarme al colegio porque mi mamá estaba trabajando doble turno.
Una señora mayor se sentó a mi lado.
—¿Estás bien, mija? —me preguntó con dulzura.
Le conté todo: mi soledad, mi lucha por encajar, el peso de las expectativas ajenas.
—A veces uno tiene que hacerse su propia familia —me dijo ella—. No siempre la sangre es lo más importante.
Sus palabras me dieron fuerza para volver a casa esa noche y enfrentar a Julián.
—Necesito que pongas límites —le dije firme—. O esto no va a funcionar.
Por primera vez me escuchó sin interrumpirme. Hablamos hasta tarde sobre nuestros miedos y deseos. No fue fácil, pero empezamos a poner reglas: visitas avisadas, respeto mutuo, tiempo para nosotros dos.
Doña Carmen protestó al principio, pero poco a poco entendió que yo también tenía derecho a sentirme en casa.
Hoy sigo luchando por encontrar mi lugar en esta familia prestada. A veces siento que avanzo; otras veces retrocedo. Pero ya no me callo ni permito que otros decidan por mí.
¿Será posible algún día sentirme parte de esta familia? ¿O tendré que aprender a construir la mía propia desde cero? ¿Ustedes han sentido alguna vez que no encajan donde más deberían pertenecer?