La familia que nunca tuve
—Otra vez aquí, Doña Carmen —susurré para mí misma, apenas crucé el umbral de la casa. El olor a café recalentado y a perfume barato flotaba en el aire, mezclándose con el murmullo del televisor encendido en la cocina. Dejé caer mi bolso sobre la silla del comedor y me quité los zapatos con un suspiro largo, sintiendo cómo el cansancio me recorría los huesos.
—¿Ya llegaste, Verónica? —La voz de mi suegra retumbó desde la cocina, como si fuera la dueña de todo. Me detuve un segundo, respirando hondo, preparándome para la batalla diaria.
—Sí, Doña Carmen —respondí, intentando sonar cordial. Pero mi voz tembló. Sabía que ella lo notaría.
Entré a la cocina y ahí estaba: sentada en MI silla favorita, con una taza de café en la mano y el control remoto en la otra. Mi esposo, Julián, ni siquiera levantó la vista del celular. La escena era tan cotidiana como dolorosa: yo invisible, ella omnipresente.
—¿Cómo te fue en el trabajo? —preguntó Julián sin mirarme realmente.
—Como siempre —contesté—. Mucho calor en la línea y poca paga.
Doña Carmen bufó.
—Si hubieras estudiado como te dije, no estarías matándote en esa fábrica —dijo, mirándome de arriba abajo.
Sentí el nudo en la garganta, pero no respondí. ¿Para qué? Ella siempre tenía razón. O al menos así lo creía.
Me serví un poco de arroz frío y me senté al borde de la mesa. El silencio se hizo pesado. Julián seguía absorto en su pantalla y Doña Carmen me observaba como si esperara que cometiera un error para poder señalarlo.
—¿Y los niños? —pregunté, buscando un tema neutral.
—Con mi hermana —respondió Julián—. Dijiste que llegarías tarde.
—No tan tarde —repliqué, pero nadie me escuchó.
Doña Carmen se levantó y empezó a limpiar una mesa ya limpia. Era su manera de decirme que yo no sabía cuidar mi propia casa. Cada movimiento suyo era una acusación muda: el trapo sobre la mesa, el acomodo de los platos, el suspiro exagerado.
—¿Sabes? Cuando yo tenía tu edad ya tenía mi casa propia —dijo de pronto—. No andaba rentando ni esperando que mi marido resolviera todo.
La rabia me subió a la cara. Quise gritarle que los tiempos habían cambiado, que ahora todo era más caro, que Julián no ganaba lo suficiente y yo hacía lo imposible por sostenernos. Pero me mordí la lengua. No quería darle el gusto de verme perder el control.
—Gracias por su consejo —dije apenas audible.
Ella sonrió con suficiencia y se sentó otra vez, como si hubiera ganado una batalla invisible.
La noche cayó pesada sobre la casa. Julián salió a fumar al patio y yo me quedé sola con Doña Carmen. El televisor seguía encendido pero nadie lo veía realmente.
—Verónica —dijo ella de repente—. ¿Por qué no tienes otro hijo? Así Julián se queda más tiempo en casa y no anda por ahí con malas compañías.
Sentí que me faltaba el aire. ¿Acaso no era suficiente con dos niños pequeños y un trabajo agotador? ¿Acaso ella no veía mi esfuerzo?
—No creo que sea buen momento —respondí, tratando de mantener la calma.
Ella se encogió de hombros.
—Tú sabrás. Pero luego no te quejes si tu marido se aburre…
No pude más. Me levanté bruscamente y salí al patio. Julián estaba ahí, mirando las luces lejanas del barrio.
—¿Por qué siempre tiene que venir sin avisar? —le pregunté casi llorando.
Él se encogió de hombros.
—Es mi mamá… No puedo decirle que no venga.
—¿Y yo? ¿Cuándo vas a defenderme a mí?
Julián me miró por fin, pero sus ojos estaban vacíos, cansados como los míos.
—No quiero problemas —dijo simplemente.
Me sentí sola. Más sola que nunca. Recordé a mi propia madre, muerta hace años en un accidente de colectivo cuando yo apenas tenía quince. Desde entonces había soñado con tener una familia propia, un hogar donde sentirme segura y amada. Pero ahora solo tenía una casa prestada y una suegra que me recordaba todos los días que no era suficiente.
Volví adentro y encontré a Doña Carmen recogiendo sus cosas para irse. Me miró con una mezcla de lástima y superioridad.
—Cuida a Julián —me dijo antes de salir—. Los hombres se cansan rápido de las mujeres amargadas.
Cerró la puerta tras ella y el silencio fue ensordecedor. Me dejé caer en una silla y lloré en silencio, sin fuerzas para más discusiones ni reproches.
Al día siguiente todo volvió a empezar: el trabajo duro, los niños corriendo por la casa, Julián distante y Doña Carmen llamando por teléfono para preguntar si todo estaba bien… o para asegurarse de que yo seguía aquí, luchando por una familia que nunca sentí realmente mía.
A veces me pregunto si algún día podré llamar a este lugar «hogar» sin sentirme una extraña entre mis propias paredes. ¿Cuántas mujeres más viven así, soñando con una familia que solo existe en su imaginación? ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar silencios y miradas que pesan más que cualquier palabra?