La Hija que Nunca Esperé: Entre el Amor y el Desarraigo
—¿Por qué tengo que compartir mi cuarto con ella? —La voz de Camila retumbó en el pasillo, tan filosa como el filo de un cuchillo. Yo estaba en la cocina, con las manos temblorosas sobre la cafetera, escuchando cómo mi mundo se desmoronaba una vez más.
Hace dos años, cuando Julián me pidió matrimonio, pensé que nada podría separarnos. Él venía de un divorcio complicado, sí, pero me juró que su hija vivía con su madre en otra ciudad y que las visitas serían esporádicas. Yo, ingenua y enamorada, acepté sin dudar. ¿Cómo iba a imaginar que la vida me pondría a prueba de esta manera?
Camila llegó una tarde lluviosa de marzo, con una mochila rota y los ojos hinchados de tanto llorar. Su madre se había ido a vivir a Chile con un nuevo novio y la dejó en la terminal de ómnibus como quien deja un paquete olvidado. Julián la abrazó fuerte, pero ella apenas le devolvió el gesto. A mí ni siquiera me miró.
Desde ese día, nuestro pequeño departamento en Caballito se volvió un campo minado. Camila tenía 15 años y una rabia contenida que llenaba cada rincón. Yo intentaba acercarme: le preparaba su comida favorita, le ofrecía ayuda con la tarea, pero ella solo respondía con monosílabos o portazos. Julián, atrapado entre nosotras, se volvía cada vez más distante.
—No es fácil para ella —me repetía él cada noche—. Hay que tener paciencia.
Pero la paciencia se me agotaba rápido. Las peleas eran constantes: por la música fuerte, por los platos sucios, por la ropa tirada en el baño. Una noche, mientras cenábamos en silencio, Camila soltó:
—¿Por qué no te vas vos? Esta era mi casa antes de que llegaras.
Sentí una puñalada en el pecho. Julián no dijo nada. Solo bajó la mirada y siguió comiendo. Esa noche lloré en el baño, preguntándome si había cometido un error al casarme con él.
Los días pasaban y la tensión crecía. Empecé a llegar más tarde del trabajo solo para evitar el ambiente pesado de la casa. Julián y yo casi no hablábamos; cuando lo hacíamos, era para discutir sobre Camila.
—No entiendo por qué no podés llevarte bien con ella —me reprochó una vez—. Es solo una adolescente.
—¡No es solo una adolescente! —le grité—. Es tu hija y no quiere saber nada conmigo. ¿Y yo qué soy en esta casa?
Esa noche dormimos espalda contra espalda, separados por un abismo de resentimiento.
Un sábado por la mañana, mientras limpiaba el living, encontré una carta arrugada detrás del sillón. Era de Camila para su madre. Decía cosas terribles: que odiaba Buenos Aires, que odiaba a su papá y que yo era «la bruja» que le había robado su familia. Sentí una mezcla de tristeza y enojo; pero sobre todo, una soledad infinita.
Intenté hablar con Julián sobre la carta, pero él reaccionó mal:
—¡No tenías derecho a leer eso! —me gritó—. ¡Es privada!
—¿Y yo? ¿No tengo derecho a saber lo que pasa en mi propia casa?
Esa discusión fue el punto de quiebre. Empecé a pensar seriamente en separarme. ¿Valía la pena seguir luchando por un amor que parecía desmoronarse cada día?
Una tarde, mientras llovía torrencialmente y los truenos sacudían las ventanas, Camila entró a la cocina donde yo preparaba mate.
—¿Por qué te casaste con mi papá? —me preguntó de repente, sin mirarme.
Me quedé helada. No supe qué decirle al principio. Finalmente respondí:
—Porque lo amo. Y porque pensé que podía ser parte de su vida… de tu vida también.
Ella apretó los labios y se fue sin decir nada más. Pero esa noche no hubo portazos ni gritos. Solo silencio.
Poco a poco, algo empezó a cambiar. No fue mágico ni inmediato. Pero hubo pequeños gestos: una taza lavada sin que yo lo pidiera, un “gracias” tímido cuando le alcancé una toalla limpia. Julián también empezó a involucrarse más; nos propuso salir los tres juntos al cine o a caminar por el parque Centenario.
Sin embargo, las heridas seguían ahí. Una tarde escuché a Camila llorar en su cuarto. Dudé un momento antes de entrar.
—¿Querés hablar? —le pregunté suavemente.
Ella negó con la cabeza, pero no me echó. Me senté a su lado y le acaricié el pelo como si fuera mi propia hija.
—Sé que esto es difícil para vos… para todos —le susurré—. Pero quiero ayudarte si me dejás.
Por primera vez sentí que bajaba la guardia. Me contó entre sollozos lo mucho que extrañaba a su mamá y lo sola que se sentía en esta ciudad enorme y gris.
Esa noche le conté todo a Julián. Lloramos juntos por primera vez desde que Camila llegó. Nos abrazamos fuerte y prometimos no rendirnos tan fácil.
Hoy las cosas siguen siendo difíciles, pero ya no me siento tan sola. Camila y yo todavía tenemos días malos, pero también compartimos risas y secretos pequeños. Julián y yo estamos aprendiendo a ser un equipo de verdad.
A veces me pregunto si el amor realmente puede con todo o si hay heridas que nunca terminan de cerrar… ¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena luchar por una familia ensamblada aunque duela tanto?