La mujer invisible: Mi vida entre las miradas ajenas
—¿Por qué nunca me miras cuando te hablo, Ernesto? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras él ni siquiera levantaba la vista del celular.
Era martes, y la casa olía a café recalentado y a cansancio. Mis hijos, Camila y Tomás, discutían por el control remoto en la sala. Yo, Mariana, me sentía como un mueble más: útil, pero invisible. Nadie notaba si estaba triste, si tenía frío o si me dolía la cabeza. Nadie preguntaba cómo me sentía. Mi vida era una sucesión de días idénticos: preparar desayunos, limpiar, trabajar en la tienda de mi suegra y volver a casa para repetirlo todo.
A veces, mientras lavaba los platos, me preguntaba en qué momento dejé de existir para los demás. ¿Fue cuando nacieron los niños? ¿O cuando Ernesto empezó a llegar tarde del trabajo y a hablarme solo de cuentas y problemas? Me miraba al espejo y no reconocía a la mujer de ojeras profundas y cabello sin brillo que me devolvía la mirada.
Una tarde de lluvia, mientras barría la entrada, escuché una voz dulce detrás de mí:
—¿Te ayudo con eso? —Era Lucía, mi nueva vecina. Tenía el cabello rizado y una sonrisa cálida. Venía de Veracruz y se acababa de mudar con su hija pequeña.
Al principio dudé. No estaba acostumbrada a que alguien se ofreciera a ayudarme sin esperar nada a cambio. Pero Lucía insistió y terminamos sentadas en la cocina, compartiendo un café y galletas viejas.
—¿Y tú? ¿Qué te gusta hacer? —me preguntó de repente.
Me quedé en blanco. Nadie me hacía esa pregunta desde hacía años. Sentí vergüenza de no saber responder.
—No sé… supongo que leer, aunque hace mucho que no tengo tiempo —balbuceé.
Lucía sonrió con ternura.
—A veces nos olvidamos de nosotras mismas, ¿verdad? Yo también pasé por eso cuando mi esposo se fue.
Esa noche, mientras Ernesto roncaba a mi lado y los niños dormían, pensé en las palabras de Lucía. ¿En qué momento había dejado de ser Mariana para convertirme solo en «la mamá» o «la esposa»?
Los días siguientes, Lucía empezó a invitarme a caminar por el parque. Al principio me sentía culpable por dejar la casa sola, pero poco a poco empecé a disfrutar esos momentos. Hablábamos de todo: de nuestros miedos, de los sueños que alguna vez tuvimos, de las veces que quisimos gritar y no pudimos.
Una tarde, mientras tomábamos agua de jamaica en su patio, Lucía me miró fijamente:
—¿Por qué permites que te traten como si no existieras?
Sentí un nudo en la garganta. No supe qué responderle. ¿Acaso tenía opción? En mi familia siempre me enseñaron que una buena esposa debía sacrificarse por los demás. Que el amor era aguantar y callar.
Esa noche, mientras preparaba la cena, Ernesto entró a la cocina sin saludarme. Dejó su portafolio sobre la mesa y gruñó:
—¿Otra vez arroz? ¿No puedes variar un poco?
Sentí rabia. Por primera vez en mucho tiempo, respondí:
—Si quieres otra cosa, prepárala tú.
Ernesto me miró sorprendido, como si no reconociera a la mujer frente a él. Los niños se quedaron callados. El silencio fue tan pesado que casi podía tocarse.
Esa noche dormí mal. Me sentía culpable por haber levantado la voz, pero también aliviada. Era como si una pequeña chispa se hubiera encendido dentro de mí.
Los días pasaron y empecé a cambiar pequeñas cosas: me compré un libro con el dinero que ahorré vendiendo pasteles; me pinté las uñas de rojo; acepté una invitación de Lucía para ir al cine. Ernesto se molestaba cada vez más. Decía que estaba «rara», que ya no era la misma de antes.
Una tarde, Camila entró a mi cuarto mientras leía.
—Mamá… ¿por qué ahora sonríes más?
La miré sorprendida. No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y sentí que algo dentro de mí sanaba poco a poco.
Pero no todo era fácil. Mi suegra empezó a criticarme:
—Las mujeres decentes no andan por ahí dejando la casa sola —decía con desprecio.
Hasta mis amigas del barrio murmuraban:
—Se le está subiendo lo moderna…
A veces dudaba si estaba haciendo lo correcto. Pero Lucía siempre estaba ahí para recordarme que tenía derecho a existir más allá de los demás.
Un día, Ernesto llegó borracho y empezó a gritarme delante de los niños:
—¡Por tu culpa esta familia se está desmoronando! ¡Antes eras diferente!
Temblando, tomé a mis hijos y salí corriendo hacia la casa de Lucía. Ella nos recibió con los brazos abiertos.
Esa noche lloré como nunca antes. Sentí miedo, rabia y vergüenza. Pero también sentí alivio. Por primera vez en años, alguien me abrazaba sin juzgarme.
Con el tiempo, busqué ayuda psicológica en el centro comunitario del barrio. Empecé a trabajar medio tiempo en una papelería y a ahorrar para rentar un pequeño departamento con mis hijos. No fue fácil: hubo noches sin dormir, discusiones con Ernesto por la custodia de los niños y muchas lágrimas escondidas bajo la almohada.
Pero también hubo momentos hermosos: ver a Camila bailar en su festival escolar; escuchar a Tomás decirme «mamá, estoy orgulloso de ti»; sentir el sol en la cara mientras caminaba sola por el parque.
Hoy miro atrás y casi no reconozco a esa mujer invisible que fui durante tantos años. Sé que aún tengo miedo y dudas, pero también sé que merezco ser vista y escuchada.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven así, en silencio, esperando que alguien las mire? ¿Cuántas veces nos negamos a nosotras mismas por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Alguna vez te has sentido invisible en tu propia vida?