La Prueba de Fuego: Cuando el Juego se Vuelve Contra Uno
—¿De verdad vas a hacerlo, Sam? —me preguntó Valentina, mi mejor amiga, mientras revisaba por última vez el micrófono oculto en mi blusa.
—Claro que sí —respondí, aunque mi voz temblaba—. Es solo una prueba más. Si ese tipo cae, será otro video viral. La gente ama ver cómo los hombres se desenmascaran.
Era viernes por la noche en un bar de la Roma, en Ciudad de México. El aire olía a mezcal y promesas rotas. Yo, Samantha, tenía 28 años y una reputación: era la blogger que ponía a prueba la fidelidad de los hombres y exponía sus caídas en Instagram. Mi hashtag #FielOMentiroso era tendencia cada semana. Pero esa noche, algo se sentía distinto.
Vi a mi objetivo: Tristán, camisa blanca arremangada, sonrisa fácil, anillo de casado brillando bajo la luz tenue. Había sido nominado por una seguidora anónima. Me acerqué con mi mejor sonrisa y una copa en la mano.
—¿Te molesta si me siento? —pregunté, fingiendo timidez.
Él me miró de arriba abajo, dudó un segundo y luego asintió.
—Para nada, bonita. ¿Vienes sola?
El juego empezó. Coqueteos sutiles, risas falsas, preguntas personales. Tristán no tardó en corresponder. Habló de su trabajo en una agencia de seguros, de su hija pequeña, de su esposa —»una mujer increíble», dijo— pero sus ojos decían otra cosa.
—¿Y tú? ¿No tienes novio? —me preguntó, acercándose más de lo necesario.
—No creo en las relaciones —mentí—. La gente siempre termina decepcionando.
Él soltó una carcajada amarga.
—A veces hay que arriesgarse para sentir algo diferente.
En ese momento supe que caería. Bastó una invitación a «seguir la noche en otro lado» para que aceptara sin dudar. Grabé todo: sus palabras, su mano sobre la mía, el mensaje que le mandó a su esposa diciendo que se quedaría trabajando hasta tarde.
Esa noche, mientras editaba el video con Valentina, sentí una punzada en el estómago.
—¿No te parece demasiado? —me preguntó ella—. Se ve que tiene una familia…
—Él eligió traicionarla —respondí, pero mi voz sonaba hueca.
El video explotó en redes. Miles de comentarios: «¡Qué asco de hombre!», «Pobre esposa», «Samantha eres una heroína». Pero entre los mensajes apareció uno que me heló la sangre: era de Mariana, la esposa de Tristán.
«¿Por qué hiciste esto público? ¿Sabes lo que le haces a mi hija?»
No dormí esa noche. Imaginé a Mariana viendo el video, a la niña preguntando por qué papá ya no vivía en casa. Al día siguiente, Tristán me escribió:
«No sé qué buscabas, pero destruiste mi familia. Yo iba a decirle la verdad a Mariana… pero no así.»
Me sentí sucia. Recordé a mi propio padre cuando se fue de casa por otra mujer; recordé el dolor de mi madre y cómo yo misma juré nunca perdonar una traición así. ¿Me estaba convirtiendo en lo que más odiaba?
Intenté justificarme con mis seguidores:
—La gente debe saber la verdad —dije en un live—. No soy responsable de las decisiones de otros.
Pero los comentarios se dividieron. Algunos me apoyaban; otros decían que era cruel, que había cruzado una línea.
Pasaron los días y el escándalo creció. Tristán perdió su trabajo; Mariana dejó la ciudad con su hija. Yo recibía amenazas y mensajes de odio. Valentina dejó de hablarme: «No puedo ser parte de esto», me dijo antes de bloquearme.
Empecé a preguntarme si todo valía la pena por unos likes y seguidores más. ¿Qué derecho tenía yo a decidir quién merecía ser expuesto? ¿No era yo también responsable del dolor causado?
Una tarde lluviosa, recibí un mensaje inesperado:
«Samantha, soy Mariana. Solo quiero entender por qué lo hiciste así. ¿Alguna vez pensaste en nosotras?»
No supe qué responderle. Lloré como no lo hacía desde niña. Me di cuenta de que detrás de cada historia viral hay personas reales, familias rotas, niños confundidos.
Hoy ya no hago esos videos. Perdí muchos seguidores, pero recuperé algo más valioso: la capacidad de mirar a los ojos sin sentir vergüenza.
A veces me pregunto: ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por la verdad? ¿Vale la pena sacrificar vidas ajenas por un poco de justicia digital?
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Dónde pondrían el límite?