La sala de espera donde nunca llegan los trenes

—¿Por qué no te apurás, Camila? —gritó mi mamá desde la puerta, con esa voz que siempre me hacía sentir que el tiempo se me escapaba entre los dedos.

Pero yo no podía moverme. Tenía el boleto en la mano, la mochila lista, y aun así, mis pies parecían pegados al suelo frío de la sala de espera de Retiro. Afuera, el bullicio de Buenos Aires era un eco lejano; adentro, sólo el tic-tac del reloj y mi corazón golpeando fuerte contra el pecho.

—¡El tren sale en diez minutos! —insistió mi hermano Tomás, tirando de mi brazo—. Si no llegás ahora, no llegás nunca.

Nunca. Esa palabra me retumbó en la cabeza. Miré a mi mamá: sus ojos hinchados de tanto llorar, su boca apretada como si contuviera todas las palabras que nunca me dijo. Mi papá no estaba; hacía meses que se había ido con otra mujer a Rosario, y desde entonces la casa era un campo minado de silencios y reproches.

Yo tenía que irme. Conseguí una beca para estudiar medicina en Córdoba, un sueño que parecía imposible para una chica de Villa Lugano. Pero ahora, con el tren a punto de partir, dudé. ¿Podía dejar a mi mamá sola con Tomás y con las cuentas sin pagar? ¿Podía dejar atrás el dolor, como si fuera tan fácil?

—Camila, por favor —susurró mi mamá—. No te quedes por mí. Vos tenés que volar.

Pero yo no quería volar si eso significaba dejarla caer. Miré el reloj: faltaban cinco minutos. El altavoz anunció la salida del tren a Córdoba. Tomás me empujó suavemente hacia la puerta, pero mis piernas no respondieron.

—¡Andá! —gritó él, con rabia y miedo mezclados en la voz—. ¡No seas tonta!

Pero ya era tarde. El tren partió sin mí. Me quedé mirando cómo se alejaba por la ventanilla sucia de la sala de espera, mientras una señora mayor a mi lado murmuraba: «Siempre hay otro tren, nena». Pero yo sabía que ese era el mío.

Esa noche volvimos a casa en silencio. Mamá no me miró durante la cena; Tomás pateaba la mesa con rabia contenida. Yo sólo podía pensar en lo que había perdido: mi futuro, mi libertad, mi oportunidad de ser alguien más que «la hija que se quedó».

Los días se volvieron grises. Empecé a trabajar en una panadería del barrio para ayudar con los gastos. Cada vez que pasaba un tren por la vía cercana, sentía un nudo en el estómago. Mis amigas me llamaban desde Córdoba, contándome sobre las clases, las fiestas, los sueños cumplidos. Yo les mentía: «Estoy bien, sólo postergué un año».

Pero no estaba bien. Una tarde, mientras acomodaba medialunas en la bandeja, escuché a dos clientas hablar sobre una chica del barrio que se había ido a estudiar y ahora era doctora en España. Sentí una punzada de envidia y vergüenza.

Esa noche discutí con mi mamá:

—¿Por qué no me obligaste a irme? —le grité—. ¡Era tu responsabilidad!

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas:

—Yo sólo quería que fueras feliz, Camila. No sabía cómo ayudarte.

Tomás entró a la cocina y tiró su mochila al piso:

—¡Siempre lo mismo! ¡Todo es culpa de los demás! Si querías irte, te ibas.

Me fui corriendo a mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con trenes que nunca llegaban, con andenes vacíos y con mi papá mirándome desde lejos sin decir nada.

Pasaron los meses. Un día recibí una carta de mi papá desde Rosario. Decía que estaba enfermo y necesitaba verme. Dudé otra vez: ¿debía ir o quedarme? Mamá me miró con resignación:

—Hacé lo que sientas, hija.

Tomé un colectivo hasta Rosario. Cuando llegué al hospital, vi a mi papá más flaco y viejo de lo que recordaba. Me pidió perdón por haberse ido, por no haber estado cuando más lo necesitábamos.

—No supe ser padre —me dijo—. Pero vos todavía podés ser quien quieras ser.

Volví a Buenos Aires con una mezcla de bronca y alivio. Decidí intentarlo otra vez: postulé a otra beca y esta vez sí tomé el tren a Córdoba. Mamá y Tomás me despidieron entre lágrimas y abrazos apretados.

En el andén, mientras el tren arrancaba, sentí miedo pero también esperanza. Sabía que nada sería fácil: extrañaría a mi familia, tendría que trabajar para mantenerme, y cargaría siempre con la culpa de haber dudado aquella primera vez.

Pero también entendí algo: todos tenemos una sala de espera en la vida, un lugar donde nos detenemos por miedo o por amor. Lo importante es no quedarse ahí para siempre.

Hoy escribo esto desde un pequeño departamento en Córdoba. Estudio mucho, trabajo los fines de semana y llamo a mi mamá cada noche. Tomás viene a visitarme cuando puede; papá sigue luchando con su enfermedad pero hablamos más seguido.

A veces me pregunto: ¿qué habría pasado si hubiera tomado ese primer tren? ¿Sería más feliz? ¿O simplemente estaría esperando otro tren en otra ciudad?

¿Ustedes alguna vez se quedaron en una sala de espera por miedo a lo que viene después? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre sus sueños y su familia?