La Vecina de la Ventana: Un Relato de Barrio y Prejuicio

—¿Y vos de dónde saliste, nena? —escuché la voz áspera de Doña Rosa apenas puse un pie en el zaguán, con Camila apretando mi mano.

No era la primera vez que sentía esas miradas. Desde que nos mudamos al edificio de la calle México, en San Telmo, parecía que cada paso nuestro era seguido por los ojos de las vecinas sentadas en la entrada, como si fueran las guardianas del barrio. Pero esa tarde, después de un día agotador en el hospital y con Camila cansada, el comentario me atravesó como una espina.

—Buenas tardes, Doña Rosa —respondí, forzando una sonrisa—. Venimos del jardín, ¿vio? Camila está cansada.

La otra señora, Doña Marta, intentó suavizar el momento:

—Ay, Rosa, dejá a la chica tranquila. ¿No ves que viene con la nena?

Pero Doña Rosa no se detuvo:

—En mis tiempos, las madres no andaban solas por ahí. Y menos con criaturas tan chiquitas. ¿Dónde está el padre?

Sentí cómo Camila se pegaba más a mi pierna. Me agaché para mirarla a los ojos y le susurré:

—Vamos, mi amor. Ya casi llegamos a casa.

Subimos las escaleras rápido, pero el eco de las palabras de Doña Rosa me siguió hasta el departamento. Cerré la puerta y me apoyé contra ella, sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que justificar mi vida ante desconocidos? ¿Por qué ser madre soltera era todavía motivo de sospecha o lástima?

Esa noche, mientras preparaba la cena y Camila dibujaba en la mesa, no pude evitar pensar en mi llegada a Buenos Aires desde Córdoba. Había dejado todo atrás: una familia que nunca entendió mi decisión de criar a Camila sola, un trabajo mediocre y un pueblo donde cada paso era observado. Pensé que en la ciudad sería diferente. Pero los prejuicios viajan rápido y se instalan en cualquier rincón.

Al día siguiente, al salir para llevar a Camila al jardín, me crucé otra vez con Doña Rosa. Esta vez estaba sola, mirando por la ventana del primer piso.

—¿Ya te vas? —preguntó sin saludar.

—Sí, tengo que trabajar —contesté, apurando el paso.

—¿Y quién cuida a la nena? —insistió.

—Va al jardín —respondí seca.

—En mis tiempos las madres no dejaban a los hijos con extraños —murmuró.

Sentí ganas de gritarle que los tiempos cambiaron, que las mujeres ahora trabajamos porque queremos y porque debemos. Pero me contuve. No quería darle más motivos para hablar.

Los días pasaron y los comentarios siguieron. Un día fue sobre mi ropa: “Muy moderna para una madre”, otro sobre mi trabajo: “¿Enfermera? Eso es para mujeres sin estudios”. Incluso escuché rumores sobre mi supuesto “pasado oscuro” en Córdoba. El edificio era un hervidero de chismes y yo era el plato principal.

Una tarde lluviosa, Camila se enfermó. Fiebre alta, tos seca. No tenía a quién dejarla ni cómo faltar al trabajo. Llamé a mi jefa suplicando un día libre, pero me dijo que si faltaba otra vez perdería el puesto. Desesperada, bajé al zaguán buscando ayuda. Doña Marta estaba allí.

—¿Podría quedarse con Camila unas horas? Está enferma y no tengo a nadie más —le pedí con voz temblorosa.

Doña Marta dudó un segundo antes de asentir. Pero cuando subía con Camila en brazos, Doña Rosa apareció en la puerta:

—¿Y ahora qué pasa? ¿Dejás a tu hija con cualquiera?

—No tengo opción —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Esa noche volví corriendo del hospital. Encontré a Camila dormida en el sillón de Marta y a las dos vecinas tomando mate en silencio. Cuando entré, Doña Rosa me miró largo rato antes de hablar:

—No es fácil criar sola —dijo finalmente—. Yo también lo fui. Mi marido se fue cuando mi hijo tenía tres años. Pero nunca pedí ayuda…

Me sorprendió su confesión. Por primera vez vi en sus ojos algo más que juicio: vi dolor y soledad.

—A veces no queda otra —le respondí bajito—. Yo tampoco quiero molestar a nadie.

Doña Rosa suspiró y me ofreció un mate:

—El barrio es duro con las mujeres solas —dijo—. Pero peor es quedarse callada.

Esa noche hablamos largo rato. Me contó su historia: cómo crió sola a su hijo en los años 70, cómo soportó los chismes y las miradas. Cómo aprendió a endurecerse para sobrevivir.

Con el tiempo, nuestra relación cambió. Seguía siendo dura y crítica, pero ahora entendía de dónde venía su amargura. Aprendí que detrás de cada comentario había una herida vieja, un miedo no resuelto.

Pero el barrio seguía igual: los chismes no paraban y cada día era una batalla por demostrar que ser madre soltera no es un defecto ni una desgracia.

Hoy Camila ya va a la secundaria y yo sigo trabajando en el hospital. A veces pienso en mudarme para empezar de nuevo, pero algo me retiene aquí: quizás sea la costumbre o quizás sea la esperanza de que algún día las cosas cambien.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven así, escondiendo sus luchas por miedo al qué dirán? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que el prejuicio decida cómo vivimos nuestras vidas?