La vecina que siempre pedía dulces

—¡Emilia! ¿Tienes un poco de chocolate?—. La voz de la señora Carmen retumbó por el pasillo antes de que pudiera siquiera cerrar la puerta tras de mí. Apenas llevaba dos días en el departamento y ya sentía que mi privacidad era un lujo perdido.

Me giré, con la bolsa del súper aún colgando de mi brazo. La señora Carmen, con su bata floreada y su cabello recogido en un moño apretado, me miraba con esa mezcla de ternura y exigencia que sólo las abuelas mexicanas pueden lograr.

—Claro, señora Carmen— respondí, forzando una sonrisa. Saqué una tableta de chocolate que había comprado para darme un gusto después de una semana difícil en el trabajo. Se la entregué y ella me agradeció con un apretón de manos y una promesa: “Te invito a café uno de estos días, mijita”.

No pasó ni una semana antes de que el golpeteo suave pero insistente en mi puerta se hiciera rutina. A veces era chocolate, otras galletas, a veces sólo azúcar o pan. Siempre había una excusa: “Es para mi nieto”, “Me agarró el antojo”, “Hoy no pude salir al mercado”.

Al principio, me sentí útil. Venía de Veracruz, donde la solidaridad entre vecinos es ley no escrita. Pero aquí, en la capital, todo parecía más frío, más distante. Pensé que tal vez ayudar a Carmen era mi manera de encajar.

Pero pronto empecé a notar el peso en mi cartera. Mi sueldo como diseñadora gráfica apenas alcanzaba para pagar la renta, los servicios y la comida. Cada vez que Carmen tocaba a mi puerta, sentía una mezcla de culpa y enojo. ¿Por qué no podía decirle que no? ¿Por qué sentía que tenía que cargar con sus antojos?

Una noche, mientras revisaba mis cuentas y veía cómo el saldo disminuía, escuché el ya familiar golpeteo.

—¿Emilia? ¿Tendrás un poco de leche? Es que mi hija viene mañana y quiero hacerle arroz con leche.

Respiré hondo. —Señora Carmen, la verdad es que ya casi no tengo leche…

Ella me miró con esos ojos grandes y tristes. —No te preocupes, mijita. No quiero molestarte.

Cerró la puerta despacio y sentí un nudo en el estómago. ¿De verdad estaba siendo mala persona? Llamé a mi mamá en Veracruz esa noche.

—Mamá, ¿qué hago? Siento que si le digo que no, voy a quedar como una egoísta… pero ya no puedo seguir así.

Mi mamá suspiró al otro lado del teléfono. —Hija, ayudar está bien, pero también tienes derecho a poner límites. No puedes cargar con todos los problemas del mundo.

A la mañana siguiente, encontré a Carmen en las escaleras hablando con otra vecina, doña Lupita.

—¡Ay, esa Emilia es tan buena! Siempre tiene algo para darme— decía Carmen.

Me detuve en seco. ¿Eso pensaban todas? ¿Que yo era la despensa del edificio?

Esa tarde, cuando Carmen volvió a tocar mi puerta pidiendo café soluble, reuní valor.

—Señora Carmen— dije con voz temblorosa—. Me gustaría ayudarla siempre, pero últimamente he tenido problemas económicos y no puedo seguir compartiendo tanto como antes.

Ella me miró sorprendida. Por un momento pensé que iba a llorar.

—No te preocupes, hija. Yo sé lo difícil que está todo… Es sólo que a veces me siento muy sola desde que mi esposo murió y mis hijos casi no vienen…

Su confesión me desarmó. Me sentí egoísta por pensar sólo en mí misma. Pero también entendí algo: no era sólo cuestión de dulces o café; era soledad disfrazada de antojos.

Esa noche preparé café y toqué yo su puerta por primera vez.

—¿Le gustaría acompañarme un rato?— pregunté.

Carmen sonrió como si hubiera estado esperando esa invitación toda su vida.

Poco a poco nuestra relación cambió. Ya no era sólo yo dándole cosas; ahora compartíamos historias, risas y hasta recetas. A veces ella traía pan dulce o tamales que le mandaba su hermana desde Puebla. Otras veces yo llevaba galletas o simplemente nos sentábamos a ver telenovelas juntas.

Pero el resto del edificio empezó a murmurar. Una tarde escuché a doña Lupita decirle a otra vecina:

—Esa Emilia seguro quiere algo de la señora Carmen…

Me dolió más de lo que esperaba. ¿Por qué siempre hay quien ve malas intenciones donde sólo hay ganas de acompañar?

Un día recibí una llamada urgente del trabajo: necesitaban que viajara a Monterrey por una semana. Le avisé a Carmen y noté cómo su rostro se ensombreció.

—¿Y si te pasa algo allá?— preguntó preocupada.

—Voy a estar bien, señora Carmen. Le dejo mi número por si necesita algo.

Cuando regresé, encontré una nota pegada en mi puerta: “Gracias por tu amistad. No sabía cuánto la necesitaba hasta ahora”.

Esa noche lloré en silencio. Pensé en todas las veces que juzgué mal sus intenciones o sentí que era una carga. Pensé también en lo difícil que es vivir sola en una ciudad tan grande y ajena como esta.

Hoy Carmen ya no toca mi puerta todos los días, pero cuando lo hace es para invitarme un café o contarme alguna anécdota de su juventud en Oaxaca. Aprendí a poner límites sin dejar de ser solidaria; aprendí que detrás de cada petición hay una historia mucho más profunda.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces confundimos necesidad con abuso? ¿Cuántas veces juzgamos sin conocer el dolor ajeno? ¿Y tú… hasta dónde pondrías tus propios límites?