La venganza bajo el invernadero: secretos y mentiras entre vecinas

—¡Todo está perdido, Catalina! —gritó Agustina, irrumpiendo en mi patio con los ojos hinchados y la voz quebrada—. ¡Alguien destrozó mi invernadero! ¡Mis tomates, mis pepinos, todo…!

Me quedé helada, con la manguera aún en la mano. El sol apenas asomaba y ya sentía el día arruinado. Agustina era mi vecina desde hacía más de diez años, una mujer fuerte, de esas que no se dejan vencer fácilmente. Pero esa mañana parecía una niña asustada.

—¿Cómo que destrozado? —pregunté, dejando caer la manguera y corriendo hacia la cerca que separaba nuestros patios.

—¡Mirá! —sollozó, señalando con el dedo tembloroso—. Anoche alguien entró y rompió todos los vidrios. Las plantas están aplastadas… ¡No sé qué voy a hacer!

El invernadero era su orgullo. Lo había construido con su esposo, Ramiro, después de que él perdiera el trabajo en la fábrica. Era su esperanza de salir adelante, de vender verduras frescas en el mercado del pueblo. Y ahora…

—¿Llamaste a la policía? —pregunté, aunque sabía que en nuestro barrio de las afueras de Rosario, la policía rara vez resolvía algo.

—No… ¿Para qué? —respondió Agustina, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Nadie vio nada. Nadie escucha nada en este barrio…

Sentí una punzada de culpa. Mi hija, Lucía, había llegado tarde anoche. ¿Y si había visto algo? ¿Y si…?

—Voy a hablar con Lucía —le prometí—. Tal vez escuchó algo.

Agustina asintió, pero su mirada era desconfiada. Sabía que entre nuestras familias había viejas heridas. Mi esposo, Ernesto, y Ramiro nunca se llevaron bien desde aquel incidente con el perro hace años.

Entré a la casa y encontré a Lucía desayunando, distraída con el celular.

—¿Escuchaste algo raro anoche? —le pregunté sin rodeos.

Ella levantó la vista, sorprendida.

—No… ¿Por qué?

—El invernadero de Agustina apareció destruido. Alguien rompió los vidrios y aplastó las plantas.

Lucía frunció el ceño.

—Yo llegué tarde porque me quedé estudiando en casa de Sofía. No vi nada raro.

La miré a los ojos buscando alguna señal de mentira, pero parecía sincera. Sin embargo, algo no me cerraba. Lucía había estado distante últimamente, más irritable desde que Ramiro le negó permiso para ir a una fiesta hace dos semanas.

Esa tarde, mientras barría la vereda, escuché voces alteradas del otro lado de la cerca.

—¡Vos sabés quién fue! —acusaba Ramiro a Ernesto—. ¡Siempre te molestó nuestro invernadero!

—¡No digas estupideces! —respondió Ernesto furioso—. Yo no tengo tiempo para andar rompiendo nada.

Corrí a separarlos antes de que se fueran a las manos.

—¡Basta los dos! —grité—. Esto no ayuda a nadie.

Pero las palabras ya estaban dichas. El rumor se esparció por el barrio como pólvora: que Ernesto había destruido el invernadero por envidia; que Ramiro le debía plata; que Agustina y yo ya no éramos amigas.

Esa noche no pude dormir. Me preguntaba quién podía odiar tanto a Agustina como para arruinarle el trabajo de meses. Pensé en los chicos del barrio, en los celos de otros vecinos por el éxito de sus tomates… Pero algo me decía que la respuesta estaba más cerca.

Al día siguiente, mientras tomaba mate en la cocina, escuché un susurro en el patio trasero. Me asomé y vi a Lucía hablando con Sofía por encima de la cerca.

—Te juro que nadie nos vio —decía Sofía en voz baja—. Fue solo una broma…

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—Pero se rompió todo… —susurró Lucía—. No pensé que iba a ser tan grave.

Mi corazón latía con fuerza. ¿Mi hija? ¿Lucía había estado involucrada?

Esperé a que Sofía se fuera y llamé a Lucía adentro.

—Decime la verdad —le exigí—. ¿Qué pasó anoche con el invernadero?

Lucía bajó la cabeza, avergonzada.

—Fue una estupidez… Sofía y yo queríamos asustar a Ramiro porque nos prohibió ir a la fiesta. Solo íbamos a tirar unas piedras al techo para hacer ruido… pero una piedra rompió un vidrio y después todo se descontroló…

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

—¿Te das cuenta del daño que hicieron? ¡Agustina perdió todo!

Lucía rompió en llanto.

—No quería… Mamá, ¿qué hago?

La abracé fuerte. Sabía que debía enfrentar las consecuencias, pero también era mi deber protegerla.

Esa tarde fui a ver a Agustina. Me temblaban las piernas mientras tocaba su puerta.

—Necesito hablar con vos —dije apenas abrió.

Entramos a su cocina y le conté todo: la broma, el accidente, el remordimiento de Lucía.

Agustina me miró largo rato en silencio. Sus ojos estaban llenos de dolor y rabia contenida.

—¿Y ahora qué? —preguntó finalmente—. ¿Cómo arreglo esto?

No supe qué responderle. Solo pude ofrecerle mi ayuda para reconstruir el invernadero y compensar las pérdidas como pudiéramos.

Los días siguientes fueron duros. Ramiro no quería saber nada con nosotros; Ernesto estaba furioso por las acusaciones; Lucía apenas salía de su cuarto. Pero poco a poco fuimos reconstruyendo el invernadero entre todos: vecinos, amigos, hasta los chicos del barrio vinieron a ayudar.

Un mes después, Agustina me invitó a tomar mate bajo el nuevo techo de vidrio reluciente.

—A veces las cosas se rompen para enseñarnos algo —me dijo mirándome a los ojos—. Pero también se pueden arreglar si hay voluntad.

Sonreí aliviada. Habíamos pasado por una tormenta, pero salimos más fuertes.

Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el orgullo o los secretos destruyan lo que más queremos? ¿Vale la pena callar para proteger o es mejor enfrentar la verdad aunque duela?