La venganza de la abuela Laura: Entre el orgullo y el perdón
—¿Señora, no ve que está bloqueando la fila? —me dijo el muchacho con voz impaciente, mientras los clientes detrás de mí murmuraban y rodaban los ojos. Sentí cómo la sangre me subía a la cara. Yo, Laura González, con setenta y dos años y toda una vida de respeto a cuestas, siendo tratada como una molestia por un mocoso que ni siquiera levantó la mirada de la caja registradora.
No era la primera vez que sentía el peso de la invisibilidad en este barrio de Buenos Aires, donde los viejos parecemos estorbar. Pero ese día, algo se rompió dentro de mí. No era solo la humillación; era el eco de todas las veces que me habían hecho sentir menos desde que enviudé y mis hijos se fueron a vivir lejos. Salí del supermercado con el corazón apretado y las lágrimas contenidas, jurando que ese tal Martín —así decía su placa— iba a aprender lo que es respeto.
Esa noche, mientras cenaba sola frente al televisor, mi cabeza daba vueltas. ¿Por qué nos tratan así? ¿Por qué creen que pueden faltarnos el respeto solo porque tenemos arrugas? Recordé las palabras de mi madre: “Nunca te dejes pisotear, Laurita”. Y así, entre cucharadas de sopa fría, empecé a tramar mi venganza.
Al día siguiente, me puse mi mejor vestido y fui al supermercado temprano. Sabía que Martín estaría en su turno. Me acerqué a la caja con paso firme y una sonrisa forzada. Compré solo una cebolla y un paquete de yerba, pero cuando llegó mi turno, fingí no encontrar la billetera.
—Ay, qué cabeza la mía… —dije, revolviendo el bolso durante minutos eternos.
La fila crecía. Martín empezó a perder la paciencia. Los clientes bufaban. Yo seguía buscando, sacando pañuelos, caramelos viejos, hasta una estampita de San Cayetano.
—Señora, ¿puede apurarse? —me dijo él, ahora más molesto.
—¿No ve que estoy buscando? —le respondí con voz temblorosa pero firme.
Sentí una extraña satisfacción al ver su incomodidad. Finalmente, saqué la billetera y pagué con monedas de a uno. Tardé lo más posible. Cuando salí del supermercado, sentí una pequeña victoria. Pero al llegar a casa, la alegría se esfumó. ¿Eso era todo? ¿Así se sentía la venganza?
Los días siguientes repetí mi rutina: iba al supermercado y buscaba maneras de incomodar a Martín. Una vez le pregunté por todos los precios de las frutas y no compré ninguna. Otra vez le pedí ayuda para alcanzar productos en las góndolas más altas y luego cambié de opinión. Al principio era divertido, pero pronto empecé a notar algo: Martín ya no me miraba con desprecio. Me miraba con cansancio… y algo parecido a tristeza.
Una tarde lluviosa, mientras esperaba mi turno en la caja, vi cómo una señora mayor tropezaba y caía al suelo. Nadie se movió. Martín fue el único que corrió a ayudarla. La levantó con cuidado y le preguntó si estaba bien. En ese momento, algo se quebró en mi interior.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si yo misma no me estaba convirtiendo en lo que tanto detestaba: alguien incapaz de empatizar con el otro. Recordé a mis hijos diciéndome que tenía que aprender a perdonar, que la vida era demasiado corta para guardar rencores.
Al día siguiente volví al supermercado, pero esta vez no para molestar a Martín. Me acerqué a su caja y esperé mi turno en silencio. Cuando llegué frente a él, lo miré a los ojos por primera vez.
—Martín… Quiero pedirte disculpas —dije bajito—. Fui injusta con vos estos días.
Él me miró sorprendido y luego bajó la cabeza.
—No tiene que disculparse, señora Laura —me respondió—. Yo también fui grosero ese día. Estoy pasando por un momento difícil… Mi mamá está enferma y a veces pierdo la paciencia sin querer.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántas veces había juzgado sin saber lo que pasaba del otro lado?
A partir de ese día, Martín y yo empezamos a saludarnos con una sonrisa sincera. A veces me contaba sobre su mamá; otras veces yo le hablaba de mis nietos en Córdoba. El supermercado dejó de ser un campo de batalla para convertirse en un pequeño refugio donde dos almas cansadas podían encontrarse.
Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de lo fácil que es dejarse llevar por el orgullo y el resentimiento. Pero también aprendí que el perdón es mucho más poderoso que cualquier venganza.
¿Vale la pena cargar con tanto enojo? ¿Cuántas veces nos perdemos la oportunidad de entendernos por no bajar la guardia primero? Los leo…