La verdadera hombría: La historia de Camila y Joaquín

—¿Hasta cuándo vas a seguir perdiendo el tiempo con ese muchacho, Camila? —La voz de mi mamá, doña Mercedes, retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo estaba lavando los platos, mirando por la ventana cómo el viento de agosto arrancaba las últimas hojas del guayabo del patio. Sentí que el agua caliente me quemaba las manos, pero no solté el vaso.

—Mamá, por favor… —intenté responder, pero ella ya estaba encima de mí, con ese ceño fruncido que me hacía sentir de nuevo como una niña de ocho años.

—No me digas “por favor”. Dos años, Camila. Dos años con Joaquín y ni un anillo, ni una promesa. ¿Qué clase de hombre es ese? ¿No ves que la gente ya empieza a hablar?

Me mordí el labio. La verdad es que sí lo veía. Las miradas en la iglesia los domingos, los susurros en la tienda cuando compraba pan. «Esa muchacha ya se quedó», decían algunas vecinas. Pero yo amaba a Joaquín. Amaba su risa fácil, su manera de mirar el mundo sin apuro, su forma de tomarme la mano cuando cruzábamos la plaza del pueblo.

Esa noche, cuando Joaquín vino a buscarme para ir a caminar al malecón, lo miré diferente. Él se dio cuenta enseguida.

—¿Qué pasa, mi amor? —me preguntó mientras caminábamos bajo las luces amarillas.

—Nada… Es solo que… —No sabía cómo decirlo sin sonar igual que mi mamá.—¿Tú crees que estamos perdiendo el tiempo?

Joaquín se detuvo y me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían esconder una tormenta.

—¿Eso te dijo tu mamá otra vez?

Asentí en silencio. Él suspiró y pateó una piedrita hacia el río.

—Camila, yo te amo. Pero no creo que un papel o una fiesta cambien eso. ¿Por qué tenemos que apurarnos? ¿Por qué dejar que los demás decidan por nosotros?

Me quedé callada. Quería gritarle que tenía razón, pero también quería gritarle que tenía miedo. Miedo de quedarme sola, miedo de decepcionar a mi familia, miedo de no ser suficiente.

Los días pasaron y la tensión en casa creció como la humedad antes de una tormenta. Mi hermana menor, Valeria, se casó a los 21 y ya tenía un bebé. Mi mamá no perdía oportunidad para recordármelo.

—Mira a tu hermana, tan feliz con su familia. Eso es lo que hace una mujer de verdad —decía mientras preparaba café.

Yo apretaba los dientes y salía al patio a respirar hondo. A veces pensaba en irme lejos con Joaquín, empezar de cero en otra ciudad donde nadie nos conociera. Pero luego veía a mi papá sentado en su hamaca, mirando el atardecer con los ojos cansados, y sentía un nudo en el pecho.

Una tarde, después de una discusión especialmente dura con mi mamá, salí corriendo de la casa y fui directo a buscar a Joaquín al taller donde trabajaba arreglando motos.

—¿Te quieres casar conmigo? —le solté sin preámbulos, con las mejillas ardiendo.

Joaquín dejó caer la llave inglesa y me miró como si hubiera visto un fantasma.

—¿Eso quieres tú o eso quiere tu mamá? —preguntó en voz baja.

No supe qué responderle. Me senté en una llanta vieja y me puse a llorar como nunca antes. Joaquín se agachó frente a mí y me tomó las manos llenas de grasa.

—Camila, yo quiero estar contigo toda la vida si tú también quieres. Pero no quiero que nuestro amor sea una respuesta al miedo o a la presión. Quiero que sea porque los dos lo sentimos aquí —me puso la mano en el pecho— y aquí —me tocó la frente.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en lo que significaba ser una mujer “de verdad”, en lo que significaba ser un hombre “de verdad”. ¿Era solo cumplir con lo que otros esperaban? ¿O era tener el valor de decidir por uno mismo?

Al día siguiente, mi mamá me esperaba en la cocina con una taza de café y esa mirada dura que solo ella sabía poner.

—¿Y bien? ¿Ya te decidiste? —preguntó sin rodeos.

Me senté frente a ella y respiré hondo.

—Mamá, yo amo a Joaquín. Y sí, algún día quiero casarme con él. Pero quiero hacerlo porque los dos lo sentimos, no porque tú o las vecinas digan que ya es hora.

Mi mamá apretó los labios y bajó la mirada. Por primera vez vi un destello de tristeza en sus ojos.

—Yo solo quiero lo mejor para ti, hija —susurró.— No quiero verte sola ni sufriendo como yo sufrí con tu papá cuando él se fue a buscar trabajo al norte y nunca volvió igual.

Sentí un dolor agudo en el pecho. Nunca había pensado en el miedo de mi mamá, en sus propias heridas.

—No estoy sola, mamá. Y si algún día sufro, será por mis decisiones, no por las tuyas ni las de nadie más.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera, el viento seguía arrancando hojas del guayabo. Pensé en todas las mujeres del pueblo: las que se casaron jóvenes y fueron infelices, las que nunca se casaron y fueron señaladas, las que se atrevieron a elegir su propio camino aunque les costara caro.

Esa tarde fui a buscar a Joaquín al taller otra vez. Lo abracé fuerte y le dije al oído:

—Quiero estar contigo hoy y siempre. Pero vamos a hacerlo a nuestro ritmo. Que digan lo que quieran.

Él sonrió y me besó la frente.

Pasaron los meses. La presión no desapareció del todo, pero aprendí a vivir con ella como quien aprende a vivir con el calor del trópico: sudando pero sin dejarse vencer. Joaquín y yo seguimos juntos, creciendo despacio pero firmes como las raíces del guayabo viejo.

A veces todavía escucho los comentarios en la tienda o siento la mirada inquisitiva de mi mamá cuando paso por la sala. Pero ahora sé que la verdadera hombría —y la verdadera valentía— está en ser fiel a uno mismo, aunque duela.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido esa presión de cumplir expectativas ajenas? ¿Vale la pena sacrificar lo que uno siente solo por complacer a los demás?