La visita inesperada: Lo que el corazón no olvida

—¿Por qué me miras así, mamá? —me preguntó Camila, mi hija, mientras yo sostenía la puerta abierta y veía a Lucía y a su hijo Tomás parados en el umbral, con dos maletas viejas y los ojos llenos de cansancio.

No supe qué responderle. Hacía más de diez años que no veía a Lucía. Éramos inseparables en la universidad de Antioquia, pero la vida nos llevó por caminos distintos. Ella se fue a Cali, yo me quedé en Medellín, me casé con Julián y formé una familia. Pero ahí estaba, frente a mí, con el rostro marcado por el tiempo y la voz temblorosa.

—Emma… ¿puedo pasar? —me dijo Lucía, casi susurrando.

Asentí y la abracé. Sentí su cuerpo frágil, como si el peso del mundo la aplastara. Tomás, un niño de apenas ocho años, se escondía detrás de ella, aferrado a una mochila con un peluche asomando.

—¿Y Julián? —preguntó Lucía, mirando alrededor.

—En el trabajo. Llega tarde —respondí, intentando sonar natural.

No sabía cómo explicarles a mis hijos que esa mujer era alguien importante para mí, aunque ya no supieran nada de ella. Les preparé jugo y arepas mientras Lucía se sentaba en el sofá, mirando todo como si fuera un museo.

—¿Y cómo están las cosas en Cali? —pregunté, tratando de romper el hielo.

Lucía bajó la mirada. —Me separé de Andrés. No tenía a dónde ir… Pensé en ti.

Sentí una punzada de culpa. ¿Por qué nunca le escribí? ¿Por qué dejamos que los años nos separaran tanto?

Esa noche, Julián llegó cansado. Cuando le conté lo de Lucía, frunció el ceño.

—¿Y cuánto tiempo piensan quedarse? —preguntó en voz baja para que los niños no escucharan.

—Solo unos días… hasta que encuentre algo —le respondí, aunque ni yo misma lo creía.

Los días se convirtieron en semanas. Lucía no encontraba trabajo. Tomás lloraba por las noches. Camila empezó a sentirse desplazada; ya no podía invitar a sus amigas porque «la casa estaba llena». Julián se volvió más distante. Una noche lo escuché hablando por teléfono en la cocina:

—No sé cuánto más vamos a aguantar esto… Emma no entiende que no podemos salvar a todo el mundo.

Me dolió escucharlo. Pero ¿cómo iba a echarlas? Lucía era mi amiga, mi hermana del alma. Recordé cuando compartíamos un solo plato de arroz en la universidad porque no teníamos para más. ¿Cómo negarle ahora un techo?

Pero la tensión crecía. Un día, Camila llegó llorando del colegio.

—Tomás me quitó mi cuaderno y lo rompió —me gritó—. ¡Siempre lo defiendes porque es hijo de tu amiga!

Intenté calmarla, pero sentí que perdía el control de mi propia casa. Julián cada vez pasaba menos tiempo en casa. Una tarde, lo vi salir con una maleta pequeña.

—Voy donde mi mamá unos días —me dijo sin mirarme a los ojos.

Me quedé sola con Lucía y los niños. Esa noche, después de acostar a Tomás y Camila, me senté con Lucía en el balcón. El aire olía a lluvia y nostalgia.

—Perdóname por todo esto —me dijo Lucía—. No quería causarte problemas.

—No es tu culpa… Es solo que… —no pude terminar la frase. Las lágrimas me ahogaban.

Lucía me tomó la mano.—Emma, ¿te acuerdas cuando decíamos que nada nos separaría?

Asentí. Pero ahora sentía que todo nos separaba: la vida, las decisiones, las heridas no sanadas.

Al día siguiente, Lucía salió temprano a buscar trabajo. Yo me quedé en casa limpiando los rastros de una pelea entre los niños. Encontré una carta arrugada bajo la almohada de Camila:

«Ojalá Tomás y su mamá se vayan pronto. Extraño cuando éramos solo nosotros.»

Sentí un nudo en el estómago. ¿Había hecho mal en abrirle la puerta a Lucía? ¿Era justo sacrificar la paz de mi familia por ayudarla?

Esa tarde, Lucía volvió con malas noticias: nadie quería contratarla sin referencias ni experiencia reciente. Se sentó en la mesa y rompió a llorar.

—No puedo más… Me siento una carga para ti —sollozó.

La abracé fuerte.—No eres una carga… Solo estamos pasando un mal momento.

Pero las palabras no bastaban para calmar el caos que se había instalado en mi hogar.

Una noche, Julián regresó inesperadamente. Me pidió hablar afuera.

—Emma… esto no puede seguir así. Nuestra familia está sufriendo. Tienes que decidir: o ayudas a Lucía o salvas lo nuestro.

Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies. ¿Cómo elegir entre el pasado y el presente? ¿Entre la lealtad y la responsabilidad?

Esa noche no dormí. Miré a mis hijos dormir y pensé en Tomás, tan solo como su madre. Pensé en Lucía y en todas las veces que ella me salvó del abismo cuando éramos jóvenes.

A la mañana siguiente, hablé con Lucía con el corazón en la mano.

—Amiga… necesito pedirte algo muy difícil. Debes buscar otro lugar donde quedarte. Mi familia está rompiéndose…

Lucía me miró con lágrimas en los ojos.—Lo entiendo… Gracias por todo lo que hiciste por nosotros.

La ayudé a empacar sus cosas y le di algo de dinero para empezar de nuevo. Nos abrazamos largo rato antes de despedirnos.

Cuando cerré la puerta detrás de ella y Tomás, sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Mi casa volvió a ser tranquila, pero algo dentro de mí se rompió para siempre.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si fui cobarde al proteger solo a los míos. ¿Hasta dónde debe llegar nuestra hospitalidad? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por alguien del pasado?

¿Ustedes qué habrían hecho? ¿Hasta dónde llega el deber con un amigo?