Lo único que me faltaba…
—¿Por qué siempre tiene que ser tan difícil? —me pregunté en voz alta, mientras la lluvia golpeaba el ventanal del pequeño departamento en el centro de Medellín. El eco de mi voz rebotó en las paredes vacías, recordándome que, a mis cuarenta y dos años, la soledad era mi única compañía constante.
Mi esposo, Julián, hacía meses que dormía en el sofá. No hablábamos mucho; nuestras conversaciones se habían reducido a monosílabos y recordatorios sobre cuentas por pagar. Los hijos nunca llegaron, aunque lo intentamos todo: médicos, remedios caseros de mi abuela, promesas a la Virgen de Guadalupe. Nada funcionó. Al principio llorábamos juntos, luego cada uno aprendió a llorar en silencio.
Una tarde de domingo, mientras preparaba café, le dije:
—Julián, he estado pensando… ¿y si adoptamos?
Él ni siquiera levantó la vista del televisor.
—Haz lo que quieras, Carmen. Si eso te hace feliz…
No era la respuesta que esperaba, pero al menos no era un no. Así que empecé el proceso sola. Visité hogares infantiles, hablé con asistentes sociales, llené formularios interminables. Cada vez que veía a un niño correr por los pasillos fríos de esos lugares, sentía una punzada en el pecho: ¿sería capaz de amar a uno como si fuera mío?
Después de meses de espera y entrevistas, me llamaron para conocer a Lucía. Tenía seis años, ojos grandes y oscuros como la noche sin luna, y una sonrisa tímida que apenas asomaba cuando le ofrecí una galleta.
—¿Te gustaría venir a vivir conmigo? —le pregunté, tratando de sonar segura.
Ella asintió sin decir palabra. No sabía si era miedo o resignación.
La primera noche en casa fue un desastre. Lucía lloró hasta quedarse dormida abrazando una almohada. Julián ni siquiera se acercó a saludarla; se encerró en su estudio con una cerveza y música vallenata a todo volumen.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños fracasos: Lucía no quería comer lo que cocinaba, no hablaba en la escuela, tenía pesadillas y se orinaba en la cama. Yo me sentía inútil, incapaz de consolarla o entenderla. Julián cada vez pasaba menos tiempo en casa.
Una noche, después de limpiar otra vez las sábanas mojadas, exploté:
—¡No puedo más! —grité—. ¡Esto no era lo que soñé!
Lucía me miró con esos ojos enormes y llenos de miedo. Me sentí la peor persona del mundo.
Al día siguiente, la maestra me llamó:
—Carmen, Lucía está teniendo problemas para adaptarse. No habla con nadie y parece muy asustada. ¿Ha considerado buscar ayuda profesional?
Me sentí avergonzada. ¿Cómo iba a admitir que no podía sola? En mi familia siempre me enseñaron que los problemas se resolvían en casa, sin andar contando penas a extraños.
Pero esa noche, mientras veía a Lucía dormir abrazada a su osito de peluche roto, entendí que necesitaba ayuda. Llamé a mi hermana Rosa.
—¿Por qué no me dijiste antes? —me regañó—. Ven mañana con la niña y hablamos.
Rosa vivía en Envigado con sus tres hijos revoltosos y su esposo siempre sonriente. Cuando llegamos, Lucía se quedó pegada a mi pierna como si temiera que la abandonara ahí también. Pero poco a poco los primos la fueron integrando: le mostraron sus juguetes, le enseñaron a jugar escondidas y hasta compartieron su arequipe favorito.
Esa tarde vi por primera vez una sonrisa genuina en el rostro de Lucía.
—¿Ves? Solo necesita tiempo —me dijo Rosa—. Y tú también.
Pero el regreso a casa fue duro. Julián estaba empacando una maleta.
—Me voy unos días donde mi mamá —dijo sin mirarme—. Necesito pensar.
No supe qué decirle. Me sentí traicionada y aliviada al mismo tiempo.
Las semanas siguientes fueron un torbellino: psicólogos infantiles, reuniones en la escuela, noches sin dormir. Aprendí a tener paciencia, a celebrar pequeños logros: una palabra nueva, una risa inesperada, una noche sin pesadillas.
Un día Lucía me abrazó por primera vez. Fue breve y torpe, pero sentí que el corazón se me salía del pecho.
Julián volvió después de un mes. Parecía más viejo, más cansado.
—No sé si puedo con esto —me confesó—. No era lo que imaginé para nosotros.
—¿Y qué imaginaste? —le pregunté con rabia contenida—. ¿Una vida perfecta? Eso no existe.
Discutimos hasta el amanecer. Al final decidió irse definitivamente. Me quedé sola con Lucía y un vacío enorme en el pecho.
Pero algo había cambiado en mí. Ya no tenía miedo de estar sola; tenía miedo de fallarle a Lucía.
Con el tiempo nos fuimos adaptando la una a la otra. Aprendí a leer sus silencios, a calmar sus miedos con canciones de cuna y cuentos inventados sobre princesas valientes que no necesitaban ser rescatadas.
Un día, mientras caminábamos por el parque Arví, Lucía me tomó la mano y me dijo:
—Mamá… ¿me vas a dejar algún día?
Me detuve y la miré a los ojos.
—Nunca —le prometí—. Pase lo que pase, siempre estaré contigo.
A veces pienso en Julián y en todo lo que perdimos por miedo o por orgullo. Pero cuando veo a Lucía reírse con sus primos o correr bajo la lluvia sin miedo al mundo, sé que valió la pena cada lágrima derramada.
Ahora entiendo que la familia no siempre es como la soñamos; a veces es mucho mejor porque es real, imperfecta y llena de segundas oportunidades.
¿Quién decide qué es una familia verdadera? ¿Cuántas veces estamos dispuestos a empezar de nuevo por amor?