Los ojos de una amistad rota

—¡Cuidado, señora!—gritó el chofer mientras el autobús frenaba de golpe en la esquina de Insurgentes con Reforma. Sentí cómo mi cuerpo se lanzaba hacia adelante, y apenas logré aferrarme al tubo oxidado antes de caer sobre la mujer sentada frente a mí. El corazón me latía con fuerza, no solo por el susto, sino porque, al levantar la vista para disculparme, me encontré con unos ojos que conocía demasiado bien.

—¿Valeria?—susurré, casi sin aire, como si su nombre fuera un secreto que llevaba años guardando.

Ella me miró apenas un segundo. Sus ojos, antes cálidos y chispeantes, ahora eran fríos, duros como el vidrio. Bajó la mirada y se acomodó el cabello detrás de la oreja, fingiendo no reconocerme. Pero yo sabía que sí. ¿Cómo olvidaríamos lo que pasó?

El autobús siguió su camino entre baches y cláxones. Me quedé de pie, temblando, aferrada a la barra, mientras los recuerdos me golpeaban uno tras otro. Valeria y yo habíamos sido inseparables desde niñas en la colonia Narvarte. Compartimos secretos, risas y hasta el primer cigarro robado a mi papá en la azotea. Pero todo cambió hace cinco años, cuando la vida nos puso a prueba y ninguna supo cómo reaccionar.

—¿Vas a quedarte ahí parada todo el camino?—dijo Valeria de pronto, sin mirarme.

Su voz era la misma, pero había algo roto en ella. Me senté a su lado, sintiendo el peso del silencio entre nosotras. Afuera, la ciudad seguía su ritmo frenético; adentro, el tiempo parecía haberse detenido.

—No pensé que volvería a verte—me atreví a decir.

Ella soltó una risa amarga.

—La ciudad es grande, pero no lo suficiente para huir del pasado, ¿verdad?

No supe qué responder. Miré sus manos: llevaba el mismo anillo de plata que le regalé en nuestro último cumpleaños juntas. Quise preguntarle por su mamá, por su hermano menor que siempre me caía tan bien, pero las palabras se atoraron en mi garganta.

—¿Cómo está tu mamá?—preguntó ella primero, casi como un reto.

—Bien… dentro de lo que cabe. El cáncer está controlado. Gracias por preguntar.

Asintió en silencio. El autobús se detuvo en un semáforo y por un instante pensé en bajarme y huir. Pero algo me ancló ahí: la necesidad de entender, de cerrar esa herida abierta desde aquella noche.

—¿Por qué lo hiciste?—solté al fin, con voz temblorosa.

Valeria apretó los labios y miró por la ventana. El sol caía sobre los edificios grises y las jacarandas florecidas.

—¿Por qué hice qué, Mariana? ¿Decirle la verdad a tu papá? ¿O enamorarme de Daniel?

Sentí un nudo en el estómago. Todo salió a la luz esa noche: mi papá descubrió que mi mamá tenía otra familia en Veracruz porque Valeria se lo contó. Y luego Daniel… mi primer amor, mi refugio cuando todo se vino abajo… terminó besando a Valeria en una fiesta mientras yo lloraba en el baño.

—Me traicionaste—susurré.

Ella giró hacia mí con los ojos llenos de rabia y tristeza.

—¿Y tú nunca me traicionaste? ¿Nunca pensaste en cómo me sentía yo? Siempre eras tú: tus problemas, tus dramas… Yo solo era tu sombra.

Me quedé sin palabras. Nunca lo había visto así. Siempre creí que era yo la víctima, pero ahora veía su dolor reflejado en sus ojos oscuros.

El autobús avanzaba lento por el tráfico del mediodía. Un vendedor ambulante subió ofreciendo chicles y cacahuates. Nadie le compró nada.

—Perdí todo ese año—dijo Valeria en voz baja—. Perdí a mi mejor amiga, perdí a Daniel porque él solo pensaba en ti… Perdí hasta las ganas de salir de mi cuarto. Pero tú nunca lo viste.

Sentí las lágrimas ardiendo en mis ojos. Recordé las veces que le pedí ayuda sin preguntar cómo estaba ella; las veces que le conté mis problemas sin escuchar los suyos.

—Lo siento—dije al fin—. No supe ver tu dolor. Pero tampoco merecía que me lastimaras así.

Valeria suspiró y por primera vez en años vi asomarse una sonrisa triste en su rostro.

—Tal vez ninguna merecía lo que pasó. Éramos dos niñas jugando a ser adultas… y nos rompimos.

El autobús llegó a mi parada. Dudé antes de levantarme. Quise abrazarla como antes, pero solo pude tocarle el hombro suavemente.

—¿Crees que algún día podamos perdonarnos?—pregunté.

Ella no respondió enseguida. Me miró largo rato y luego asintió apenas perceptible.

Bajé del autobús con el corazón hecho un nudo. Caminé entre el bullicio de la ciudad sintiendo que algo dentro de mí había cambiado. Tal vez nunca volveríamos a ser amigas como antes, pero al menos habíamos dicho lo que durante años nos ahogaba.

A veces me pregunto: ¿cuántas amistades se pierden por no hablar a tiempo? ¿Cuántas heridas cargamos por orgullo o miedo? ¿Y si hoy decidiéramos buscar a esa persona con la que rompimos puentes?

¿Ustedes también tienen una amistad rota que les duele hasta hoy?