Los ojos de una vieja amistad
—¡Ay, perdón! —exclamé, aferrándome a la barra del bus mientras el conductor frenaba de golpe. Sentí la mirada molesta de los pasajeros, pero lo peor fue que casi caigo sobre la señora sentada junto a la ventana. Me enderecé, roja de vergüenza, y entonces la vi.
No podía ser. Esos ojos oscuros, esa cicatriz pequeña en la ceja izquierda…
—¿Valeria? —susurré, como si el nombre fuera un secreto que no debía pronunciarse en voz alta.
Ella me miró, primero confundida, luego con una mezcla de sorpresa y dolor. Sus labios temblaron antes de responder:
—¿Mariana? No lo puedo creer…
El silencio entre nosotras era denso como la humedad de la ciudad. El bus avanzaba lento por las calles de San Miguel, y yo sentía que el tiempo se había detenido veinte años atrás, cuando éramos inseparables.
—¿Te bajas aquí? —preguntó Valeria, señalando la próxima parada.
Asentí sin pensar. Bajamos juntas y caminamos en silencio hasta una pequeña cafetería. El aire olía a café recién hecho y pan dulce, pero yo sólo sentía un nudo en el estómago.
—No pensé que volvería a verte —dijo ella al fin, removiendo su café con nerviosismo.
—Yo tampoco —respondí—. Después de todo lo que pasó…
Ambas sabíamos a qué me refería. Nuestra amistad se había roto por algo más grande que nosotras: la pobreza, los celos y las mentiras de nuestras familias.
Recuerdo los días en que Valeria y yo jugábamos en el patio de tierra de mi casa. Éramos niñas felices, aunque no tuviéramos nada. Pero cuando mi papá perdió el trabajo y su mamá empezó a vender comida en la calle para sobrevivir, todo cambió. La envidia se coló entre nosotras como una sombra.
—¿Te acuerdas cuando tu mamá me acusó de robarle dinero? —preguntó Valeria, con voz quebrada.
Sentí una punzada en el pecho. Mi mamá siempre había sido desconfiada, pero nunca imaginé que su acusación destruiría nuestra amistad.
—Nunca le creí —le dije—. Pero era una niña… No supe cómo defenderte.
Valeria apartó la mirada. Sus manos temblaban ligeramente.
—Me dolió más que no dijeras nada —susurró—. Yo te defendí tantas veces…
La cafetería se llenaba poco a poco de gente. Afuera, el bullicio del mercado llegaba como un eco lejano. Yo quería decirle tantas cosas, pedirle perdón por todo lo que no hice, por todo lo que permití que nos separara.
—Mi mamá estaba enferma —continuó Valeria—. Por eso tomé ese dinero. No era para mí… Era para comprarle medicinas. Pero nadie quiso escucharme.
La vergüenza me quemaba por dentro. ¿Cómo no lo supe? ¿Cómo no vi el dolor en sus ojos?
—Después de eso —siguió ella—, mi mamá murió y nos mudamos a otra ciudad. Pensé que nunca volvería a verte.
Me mordí los labios para no llorar. Quise abrazarla, decirle que lo sentía, pero las palabras se me atoraban en la garganta.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Qué fue de tu vida?
Suspiré. Mi papá nunca volvió a encontrar trabajo estable. Mi hermano cayó en malas compañías y terminó en la cárcel. Yo trabajé desde los quince años limpiando casas para ayudar a mi familia. La vida no fue fácil para ninguna de las dos.
—A veces pienso que todo fue culpa de nuestras familias —dije—. Que si hubiéramos sido más fuertes…
Valeria sonrió tristemente.
—Éramos solo niñas —respondió—. No podíamos contra todo eso.
Nos quedamos calladas un momento. Afuera empezó a llover y las gotas golpeaban el vidrio como si quisieran entrar y mojarlo todo.
—¿Tienes hijos? —pregunté para cambiar de tema.
Ella negó con la cabeza.
—No pude tenerlos —dijo bajito—. Quizá sea mejor así… No quisiera que pasaran por lo mismo que nosotras.
Sentí un vacío extraño. Yo tampoco tenía hijos; nunca encontré el momento ni la persona adecuada. Tal vez porque siempre tuve miedo de repetir los errores del pasado.
De pronto, Valeria tomó mi mano sobre la mesa.
—¿Crees que podamos empezar de nuevo? —preguntó con voz temblorosa.
La miré a los ojos y vi reflejado todo el dolor y la esperanza de nuestra infancia perdida.
—No lo sé —admití—. Pero quiero intentarlo.
Salimos juntas bajo la lluvia, sin paraguas ni miedo al qué dirán. Caminamos despacio por las calles mojadas, hablando de nuestros trabajos mal pagados, de las veces que tuvimos que elegir entre comer o pagar el alquiler, de las noches solitarias y los sueños rotos.
En algún momento nos detuvimos frente a una tienda cerrada y Valeria me abrazó fuerte, como si quisiera recuperar todos los años perdidos en un solo gesto.
Esa noche volví a casa empapada pero con el corazón un poco más liviano. Me senté en la cama y miré al techo oscuro, preguntándome si realmente era posible perdonar el pasado y reconstruir lo que alguna vez fue tan hermoso y tan frágil.
A veces me pregunto: ¿cuántas amistades se pierden por culpa del orgullo o del miedo? ¿Cuántas historias como la nuestra quedan sin un reencuentro? ¿Y si todos tuviéramos el valor de mirar a los ojos del pasado y decir: «quiero intentarlo otra vez»?