Lunes de Renacimiento: La Historia de Camila
—¿Por qué no te levantas ya, Camila? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, mezclándose con el sonido lejano de los camiones y el silbido del gasero que anuncia su paso por la colonia.
Abro los ojos. Son las 6:42 de la mañana y afuera cae una llovizna fría sobre la Ciudad de México. El cielo está tan gris como mi ánimo. No fue el despertador ni el bullicio lo que me sacó del sueño; fue algo más profundo, como si dentro de mí se hubiera apagado ese pequeño motor que durante tres años me obligó a levantarme para cumplir con todo: la universidad, el trabajo de medio tiempo, las tareas de la casa.
Me quedo mirando el techo, escuchando los pasos apresurados de mi madre en la cocina. El olor a café y pan tostado debería reconfortarme, pero hoy solo me recuerda que estoy atrapada en una rutina que ya no siento mía.
—Camila, ¡apúrate! Vas a llegar tarde otra vez —insiste mi madre, sin asomarse siquiera a mi cuarto.
Me siento en la cama y miro mi reflejo en el espejo. Ojeras profundas, cabello desordenado, una camiseta vieja del América que heredé de mi papá antes de que se fuera. Me pregunto si él también se sentía así antes de desaparecer de nuestras vidas.
—¿Por qué te fuiste? —susurro al aire, esperando una respuesta que nunca llega.
Mi hermano menor, Emiliano, golpea la puerta.
—¿Ya vas a salir? Tengo que meterme a bañar —dice con esa impaciencia adolescente que me irrita y enternece al mismo tiempo.
—Ya voy —respondo, aunque no tengo ganas de moverme.
En la mesa del desayuno, mamá me mira con ese gesto severo que usa cuando está preocupada pero no quiere demostrarlo.
—¿Otra vez mala cara? ¿No dormiste bien? —pregunta mientras me sirve café.
—Estoy bien, solo cansada —miento.
Ella suspira y se sienta frente a mí. Sus manos, ásperas por años de trabajo como costurera, se aferran a la taza como si fuera un salvavidas.
—Mira, Camila, yo sé que no es fácil… pero tienes que echarle ganas. La vida no espera a nadie. Si quieres salir adelante, tienes que esforzarte más —dice con voz firme.
Quiero gritarle que ya no puedo más, que estoy harta de fingir que todo está bien. Pero me callo. No quiero decepcionarla más de lo que ya lo he hecho.
Salgo corriendo al metro bajo la lluvia. El vagón va lleno y el aire huele a humedad y cansancio. Me aferro al tubo y cierro los ojos. Pienso en las clases que me esperan, en los exámenes finales, en el jefe que siempre encuentra un error en mi trabajo. Pienso en mi papá y en cómo su ausencia pesa más los lunes.
En la universidad, mis amigas me saludan con entusiasmo. Mariana me abraza fuerte.
—¡Ánimo, Cami! Hoy es lunes pero ya casi es viernes —bromea.
Sonrío por compromiso. En clase de literatura latinoamericana, la profesora habla sobre la búsqueda de identidad en los cuentos de Rosario Castellanos. Siento un nudo en la garganta. ¿Quién soy yo? ¿La hija responsable? ¿La hermana mayor? ¿La estudiante ejemplar? ¿O solo una sombra cumpliendo expectativas ajenas?
Al salir, recibo un mensaje de mi mamá: «No olvides comprar tortillas y leche». Siento rabia e impotencia. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó qué quiero yo?
Camino por Insurgentes bajo la lluvia. Veo parejas discutiendo, vendedores ambulantes gritando ofertas, niños corriendo entre los charcos. Todo parece avanzar menos yo.
De pronto, me detengo frente a una librería pequeña. Entro sin pensarlo y me pierdo entre los estantes. Tomo un libro al azar: «Mujeres que corren con los lobos». Leo una frase: «Ser uno mismo es un acto de valentía».
Siento ganas de llorar. Compro el libro con el poco dinero que tengo y salgo corriendo antes de arrepentirme.
En casa, mamá está cosiendo un vestido para una clienta exigente del Pedregal. Emiliano juega videojuegos a todo volumen.
—¿Por qué llegaste tan tarde? —pregunta mamá sin mirarme.
—Me quedé estudiando —miento otra vez.
Subo a mi cuarto y cierro la puerta. Me tumbo en la cama con el libro abierto sobre el pecho. Leo hasta quedarme dormida.
Esa noche sueño con mi papá. Está sentado en la mesa del desayuno, sonriendo como antes.
—No tengas miedo de ser tú misma, Cami —me dice mientras me acaricia el cabello.
Despierto llorando. El martes amanece igual de gris pero algo dentro de mí ha cambiado. Decido hablar con mamá después de cenar.
—Mamá… necesito decirte algo —empiezo con voz temblorosa.
Ella deja la aguja y me mira sorprendida.
—No sé si quiero seguir estudiando administración… No sé si esto es lo que quiero para mi vida —confieso entre lágrimas.
Mamá guarda silencio largo rato. Sus ojos se llenan de lágrimas también.
—Yo solo quiero que seas feliz… pero no sé cómo ayudarte —admite con voz quebrada.
Nos abrazamos fuerte, llorando juntas por primera vez desde que papá se fue.
Esa noche siento que he dado un pequeño paso hacia mí misma. No tengo todas las respuestas pero al menos ya no tengo miedo de hacer las preguntas correctas.
¿Alguna vez han sentido que viven una vida que no es suya? ¿Qué harían ustedes para encontrarse a sí mismos?