Luz de Esperanza: Un Año Nuevo en San Miguel
—¡María! ¿Puedes venir? Mi papá está muy mal otra vez… —La voz de Rosa, mi vecina, temblaba al otro lado del teléfono. Eran casi las once de la noche y la lluvia golpeaba el techo de lámina con furia. Yo acababa de arropar a mi hijo Emiliano, que dormía con la respiración tranquila, ajeno al mundo y sus tormentas.
No era la primera vez que recibía una llamada así. En San Miguel, un pueblo perdido entre cerros y cafetales en el sur de México, todos sabían que nunca negaba ayuda. Pero esa noche, el cansancio me pesaba en los huesos. Había pasado el día lavando ropa, cocinando tamales para vender y cuidando a mi madre enferma. Aun así, me puse el rebozo y salí corriendo bajo la lluvia, con el corazón apretado por la preocupación y un miedo antiguo que nunca me abandonaba.
La casa de Rosa quedaba a dos cuadras, pero el camino se sentía eterno. El lodo me salpicaba los tobillos y las luces de las casas parecían parpadear como luciérnagas asustadas. Al llegar, encontré a Rosa llorando junto a su padre, don Ernesto, un hombre fuerte que la diabetes había ido consumiendo poco a poco. Su piel era ceniza y sus ojos, dos pozos profundos de dolor.
—No quiere ir al hospital —me susurró Rosa—. Dice que no hay dinero y que no quiere ser una carga…
Me arrodillé junto a don Ernesto y le tomé la mano. —Don Ernesto, ¿me escucha? —Él asintió apenas, con los labios resecos—. Tiene que dejarse ayudar. Rosa lo necesita… todos lo necesitamos.
Él me miró con una tristeza infinita. —¿Para qué, hija? Si aquí uno se muere igual…
Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mi esposo, Julián, que se fue hace tres años a buscar trabajo en Estados Unidos y nunca volvió. Recordé las noches en vela esperando una llamada, un mensaje, algo que me dijera que seguía vivo. Aquí en San Miguel, la esperanza era un lujo que pocos podían permitirse.
—No diga eso, don Ernesto —le respondí—. La vida es dura, pero todavía hay cosas por las que vale la pena luchar.
Rosa sollozaba en silencio. Yo busqué en mi bolsa el poco dinero que tenía guardado para comprarle zapatos nuevos a Emiliano y se lo puse en la mano a Rosa.
—Llévelo al hospital, aunque sea al seguro social. Yo me quedo con los niños.
Ella me abrazó fuerte, como si se aferrara a un salvavidas. —Gracias, María… No sé qué haría sin ti.
Mientras salían bajo la lluvia rumbo al hospital de la cabecera municipal, me quedé sola con los niños dormidos y el eco de mis propios pensamientos. Me senté junto a la ventana y miré las luces lejanas del pueblo. Pensé en mi madre, postrada en cama desde que el dengue casi se la lleva; pensé en Emiliano, que preguntaba cada noche por su papá; pensé en mí misma, cansada pero aferrada a una esperanza terca.
De pronto escuché pasos en el corredor. Era doña Carmen, la vecina chismosa.
—¿Otra vez enfermo don Ernesto? —preguntó con voz baja.
—Sí, doña Carmen. Rosa lo llevó al hospital.
Ella suspiró. —Aquí todos estamos igual… Mi hijo se fue a Monterrey y ni una llamada manda. ¿Para qué nos sacrificamos tanto si al final nos quedamos solos?
No supe qué responderle. El silencio se hizo pesado entre nosotras hasta que los niños empezaron a llorar en el cuarto contiguo. Fui a calmarlos y les conté una historia sobre luciérnagas mágicas que traen buena suerte en Año Nuevo.
Cuando por fin se quedaron dormidos otra vez, regresé a la sala y encontré a doña Carmen rezando un rosario por don Ernesto.
—¿Usted cree que Dios escucha? —le pregunté sin querer.
Ella me miró con ternura—. A veces sí… pero a veces somos nosotros los que tenemos que escuchar lo que Dios nos pide hacer.
Me quedé pensando en sus palabras mientras afuera seguía lloviendo. Recordé cómo mi abuela decía que cada gota era una bendición disfrazada. Pero yo solo sentía frío y soledad.
A las tres de la mañana llegó Rosa empapada y temblando.
—Lo dejaron internado —me dijo—. Dicen que está grave…
La abracé fuerte mientras lloraba desconsolada. No había palabras para consolarla; solo el calor de un abrazo compartido entre mujeres que han perdido demasiado pero siguen adelante.
Al amanecer, regresé a mi casa con Emiliano dormido en brazos. Mi madre me esperaba despierta.
—¿Cómo está don Ernesto? —preguntó con voz débil.
—Grave… pero vivo —le respondí.
Ella asintió y me tomó la mano. —Tú eres fuerte, hija… pero no tienes que cargar sola con todo esto.
Sentí las lágrimas correr por mis mejillas. ¿Cuántas veces había deseado huir? ¿Cuántas veces había soñado con una vida diferente?
Esa tarde, mientras preparaba café para los vecinos que venían a preguntar por don Ernesto, escuché risas de niños jugando bajo el sol recién salido después de la tormenta. Por un momento sentí paz.
En San Miguel no tenemos mucho: ni dinero ni certezas ni promesas cumplidas. Pero tenemos algo más fuerte: la capacidad de ayudarnos unos a otros cuando todo parece perdido.
A veces pienso que eso es lo único que nos salva.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que la esperanza es lo único que queda cuando todo lo demás se ha ido?