Más Allá de los Botones: Cuando la Eficiencia No Abraza
—¿Otra vez con ese aparato, Julián? —La voz de mi madre retumbó desde la cocina, mientras yo instalaba el nuevo robot aspiradora junto al comedor.
No respondí. Preferí concentrarme en la aplicación del celular, viendo cómo el pequeño aparato recorría la sala, esquivando las patas de la mesa y recogiendo las migas que habían dejado mis sobrinos el domingo anterior. Sentí una satisfacción fría, casi matemática. Todo bajo control, todo eficiente. ¿Para qué discutir con mi madre si podía demostrarle que la tecnología era la solución a nuestros problemas?
Desde que mi esposa, Camila, se fue hace seis meses, la casa se había convertido en un laboratorio de automatización. Compré una cafetera inteligente, luces controladas por voz, un refrigerador que me avisaba cuando faltaba leche y hasta una olla programable que cocinaba sola. Mi hermana Lucía me decía en broma que pronto pondría un holograma para que me diera los buenos días.
Pero no era broma. Yo realmente creía que podía llenar el vacío con eficiencia. Que si todo funcionaba como un reloj suizo, no extrañaría a Camila ni a mis hijos, que ahora vivían con ella en un departamento al otro lado de la ciudad.
Una tarde de lluvia, mientras programaba el sistema de riego automático para las plantas del balcón, mi padre se sentó a mi lado. Olía a tabaco y a tierra mojada.
—Mirá, hijo —dijo con voz cansada—, vos siempre fuiste bueno para los fierros y las máquinas. Pero hay cosas que no se arreglan apretando un botón.
Me molestó su comentario. ¿Acaso no veía lo bien que funcionaba todo? ¿No notaba que la casa estaba impecable, que nunca faltaba nada en la despensa, que hasta el perro tenía su dispensador automático de comida?
—Papá, esto es el futuro. No necesito a nadie para tener una vida ordenada —le respondí, sin mirarlo a los ojos.
Él suspiró y se levantó despacio. Antes de irse, dejó caer una frase como quien tira una piedra al agua:
—El futuro sin gente es solo un cuarto vacío.
Esa noche, la casa estaba tan silenciosa que podía escuchar el zumbido del refrigerador inteligente y el tic-tac digital del microondas. Me senté frente al televisor y le pedí a Alexa que pusiera mi playlist favorita. Pero ni la música ni las luces tenues lograron calmar esa sensación de hueco en el pecho.
Recordé entonces las noches en las que Camila y yo discutíamos por tonterías: quién lavaba los platos, quién sacaba la basura, quién olvidó comprar pan. Ahora todo eso lo hacía una máquina. Nadie discutía conmigo. Nadie me preguntaba cómo me sentía después de un día largo en la oficina. Nadie me abrazaba cuando llegaba cansado.
Un sábado por la mañana, Lucía vino a visitarme con sus hijos. Los niños corrieron por toda la casa, gritando y riendo. El robot aspiradora chocó contra sus pies y ellos lo persiguieron como si fuera un perrito. Lucía me miró con tristeza mientras preparábamos café.
—¿No te hace falta el desorden? —me preguntó en voz baja.
No supe qué responderle. Me limité a observar cómo los niños desarmaban los cojines del sofá y dejaban huellas de chocolate en el piso recién limpiado por mi preciado robot.
Esa tarde, después de que se fueron, caminé por la casa recogiendo juguetes y limpiando manchas. Pero algo había cambiado. El silencio ya no era tan reconfortante; era pesado, casi insoportable.
Esa noche soñé con Camila. Soñé que discutíamos por la lavadora rota y terminábamos riendo juntos mientras intentábamos arreglarla. Al despertar, sentí una nostalgia tan profunda que tuve que sentarme en la cama para no llorar.
Pasaron los días y empecé a notar detalles que antes ignoraba: el café preparado por la máquina no sabía igual que el que hacía Camila; la comida de la olla programable era insípida comparada con sus guisos improvisados; las luces automáticas nunca lograban crear el ambiente cálido de las velas encendidas por ella en las noches frías.
Un viernes por la tarde, decidí llamar a Camila. Dudé mucho antes de marcar su número. Cuando respondió, su voz sonó distante pero amable.
—Hola, Julián. ¿Todo bien?
—Sí… bueno, más o menos —admití—. Quería saber si podés venir mañana con los chicos. Me gustaría verlos.
Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.
—¿Seguro? Pensé que estabas muy ocupado con tus máquinas nuevas…
Sentí un nudo en la garganta.
—Las máquinas no cuentan chistes malos ni abrazan fuerte —dije casi en un susurro.
Camila rió suavemente y prometió venir al día siguiente.
Esa noche no dormí bien. Me levanté temprano y apagué todos los dispositivos automáticos. Preparé café a mano, como lo hacía antes, y cociné unas arepas siguiendo una receta vieja de mi abuela venezolana. Cuando Camila llegó con los niños, la casa olía a hogar y no a plástico nuevo.
Los chicos corrieron hacia mí y me abrazaron fuerte. Camila se quedó en la puerta, observando todo en silencio. Le ofrecí café y nos sentamos juntos en el balcón mientras los niños jugaban con el perro (que parecía más feliz comiendo de mi mano que del dispensador automático).
—¿Por qué cambiaste todo esto? —preguntó Camila mirando alrededor.
Me costó encontrar las palabras.
—Pensé que podía reemplazar lo que perdí con eficiencia… pero solo logré sentirme más solo.
Ella asintió y me tomó la mano por un instante breve pero cálido.
Ese día reímos juntos como hacía mucho no lo hacíamos. Los niños desordenaron todo otra vez y yo no me molesté en limpiar enseguida. Por primera vez en meses, sentí que mi casa volvía a ser un hogar.
Cuando se fueron, me quedé mirando el robot aspiradora apagado bajo el sofá y pensé en lo fácil que es confundir comodidad con felicidad.
Ahora sé que ninguna máquina puede reemplazar una conversación sincera o el abrazo de alguien querido. La eficiencia puede hacerte la vida más fácil, pero nunca más plena.
¿De qué sirve tenerlo todo bajo control si nadie comparte contigo el desorden? ¿Vale la pena sacrificar el calor humano por una vida perfectamente automatizada?