Mi esposo, el hombre grande que nunca creció, quiere que dejemos la ciudad
—¿Por qué no podemos intentarlo, Lucía? ¿Qué perdemos? —La voz de Julián retumbó en la cocina, mientras yo apretaba los puños sobre la mesa de fórmica azul.
No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde que lo llevé a visitar a mis padres en San Miguel del Monte, un pueblito perdido entre los cerros y los cañaverales, Julián no hablaba de otra cosa. «El aire puro, el silencio, la gente amable», repetía como un mantra. Pero yo solo veía el polvo pegado a los zapatos, el calor pegajoso y los recuerdos de una infancia que me enseñó a huir de ahí.
—¿Qué perdemos? ¡Todo! —le respondí con rabia contenida—. Mi trabajo, mi vida, mis amigas, la escuela de Camila… ¿Y si no te adaptas? ¿Y si te aburres como siempre?
Julián me miró con esos ojos grandes y tristes que tanto me enamoraron cuando éramos jóvenes en la universidad de Córdoba. Pero ahora, después de diez años juntos y una hija de seis, su mirada me parecía la de un niño caprichoso al que le negaron un juguete.
—No es justo que siempre decidas tú —susurró—. Yo también tengo derecho a soñar.
Me quedé callada. ¿Soñar? ¿Eso era soñar o escapar? Porque Julián siempre había sido así: saltaba de un proyecto a otro, sin terminar nada. Hace dos años quiso abrir una cafetería literaria; duró seis meses. Antes de eso, clases de guitarra; después, vender cervezas artesanales. Ahora, quería ser granjero.
Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a ver a Camila, que dormía abrazada a su peluche de llama. Pensé en mi madre, en cómo me enseñó a ser fuerte y nunca depender de nadie. Pensé en mi padre, que aún se levanta antes del amanecer para ordeñar las vacas y nunca se queja. Y pensé en mí: ¿en qué momento me convertí en la adulta responsable que sostiene todo?
Al día siguiente, Julián apareció con una sonrisa boba y un folleto impreso: «Viviendas rurales en San Miguel del Monte. Oportunidad única».
—Mirá, Lu —me dijo entusiasmado—. Hay una casa con terreno para gallinas y hasta un galpón para poner un taller. Podríamos plantar tomates, criar cabras…
—¿Y de qué vamos a vivir? —le interrumpí—. ¿De tus tomates? ¿De las cabras? ¿O vas a vender sueños en el pueblo?
Julián bajó la cabeza. Camila entró corriendo y se abrazó a su pierna.
—¿Vamos a vivir con los abuelos? —preguntó ilusionada.
—No, mi amor —le respondí rápido—. Papá está soñando despierto otra vez.
Esa tarde llamé a mi hermana Mariana. Vive en Buenos Aires y siempre fue la rebelde de la familia.
—Lu, tenés que pensar en vos —me dijo—. Julián nunca va a cambiar. Si lo seguís en esto, vas a terminar criando gallinas sola mientras él busca otra cosa que lo haga feliz.
Pero algo dentro mío se quebró cuando escuché a Camila hablar con su papá esa noche:
—¿Por qué mamá no quiere ir al campo?
—Porque tiene miedo de cambiar —le respondió Julián con voz suave—. Pero a veces hay que arriesgarse para ser feliz.
Me sentí traicionada. ¿Ahora yo era la villana? ¿La que le robaba los sueños a todos?
Pasaron semanas así: discusiones, silencios largos, miradas esquivas en la mesa del desayuno. Julián empezó a pasar más tiempo fuera de casa; decía que necesitaba «pensar». Yo me refugiaba en el trabajo y en las charlas con mi madre por WhatsApp.
Un domingo cualquiera, Julián llegó con barro hasta las rodillas y una sonrisa radiante.
—Fui al pueblo —anunció—. Hablé con Don Ernesto, el dueño del almacén. Dice que necesita ayuda y podría enseñarme todo sobre el campo.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿En serio pensaba dejarlo todo por una fantasía?
Esa noche exploté:
—¡Basta, Julián! ¡No somos niños! ¡No podés arrastrarnos detrás de tus caprichos! ¡Yo no quiero volver al pueblo! ¡No quiero esa vida!
Julián me miró como si le hubiera dado una cachetada.
—¿Y yo? ¿No importo yo? ¿No importa lo que quiero?
Me fui al baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en separarme. Pensé en quedarme sola con Camila en la ciudad. Pensé en todo lo que perdería si cedía… y también en lo que perdería si no lo hacía.
Al final, fue Camila quien me hizo decidir. Una tarde la encontré dibujando una casa con gallinas y árboles frutales.
—¿Te gustaría vivir ahí? —le pregunté.
Ella asintió con una sonrisa tímida.
Esa noche hablé con Julián como hacía años no hablábamos: sin gritos ni reproches.
—Tengo miedo —le confesé—. Miedo de perderme a mí misma otra vez por seguirte… pero también miedo de perderte si no lo intento.
Julián me abrazó fuerte y lloró como un niño grande.
Hoy escribo esto desde la cocina de nuestra nueva casa en San Miguel del Monte. Hay días buenos y días malos. A veces extraño el ruido de la ciudad y mis amigas; otras veces disfruto ver a Camila correr entre los árboles o escuchar a Julián hablar emocionado sobre su huerta.
No sé si tomamos la decisión correcta. No sé si Julián algún día dejará de perseguir sueños imposibles o si yo aprenderé a soltar el control. Pero sí sé que la vida es esto: arriesgarse aunque duela, aunque dé miedo.
¿Vale la pena sacrificar tus propios sueños por amor? ¿O es solo otra forma de perderse uno mismo? ¿Ustedes qué harían?