Milagro en la sala de espera: El día que casi pierdo a Mariana

—¡Mariana! —grité, dejando caer la bolsa del mandado mientras corría hacia ella. Su cuerpo temblaba en el suelo de la cocina, una mano sobre el vientre abultado de siete meses, la otra apretando el borde de la mesa. El sol entraba por la ventana, pero todo se volvió gris.

—No puedo… respirar… —susurró, los ojos llenos de terror.

En ese instante, sentí cómo el mundo se partía en dos. Mi esposa, la mujer con la que soñé toda una vida en nuestro pequeño departamento de Ciudad de México, estaba muriendo frente a mí. Y nuestro hijo aún no había nacido.

Llamé a emergencias con manos temblorosas. Los minutos se estiraron como siglos. Mi suegra, Doña Rosa, llegó corriendo desde el piso de abajo, rezando en voz alta y culpándome entre sollozos:

—¡Te dije que Mariana no debía hacer esfuerzos! ¡Tú nunca escuchas!

No respondí. Solo podía mirar a Mariana, su piel pálida y sudorosa, mientras la ambulancia llegaba con un estruendo que me pareció el sonido más hermoso y aterrador del mundo.

En el hospital, todo fue un torbellino: batas blancas, luces frías, preguntas que no entendía. «¿Alergias? ¿Enfermedades previas?» Yo solo repetía su nombre como si fuera un mantra: Mariana, Mariana, Mariana.

Me dejaron solo en la sala de espera. Doña Rosa lloraba a mi lado, murmurando oraciones y reproches. Mi suegro llegó poco después, serio y callado como siempre. Mi mamá llamó desde Veracruz; su voz era un hilo de esperanza y miedo.

Las horas pasaron lentas y crueles. Cada vez que una enfermera salía al pasillo, mi corazón saltaba. Pero nunca era para mí.

En algún momento, me arrodillé en un rincón y recé como nunca antes en mi vida. No soy hombre de iglesia, pero esa noche le hablé a Dios con toda mi alma:

—No me quites a Mariana. No me quites a mi hijo. Haz lo que quieras conmigo, pero déjalos vivir.

Recordé nuestra boda sencilla en la parroquia del barrio, las risas en la fiesta con cumbia y pozole, los sueños de tener una familia grande aunque apenas nos alcanzara para la renta. Pensé en las peleas por dinero, en las reconciliaciones bajo las sábanas, en los planes para pintar la cuna del bebé.

De pronto, sentí una mano sobre mi hombro. Era Doña Rosa, con los ojos hinchados pero la voz firme:

—Hijo, tienes que ser fuerte por Mariana y por el niño. Dios aprieta pero no ahorca.

No supe si creerle. Pero me aferré a esas palabras como náufrago a un pedazo de madera.

Finalmente, salió el doctor. Su cara era una máscara de cansancio.

—¿Familia de Mariana Torres?

Saltamos todos al mismo tiempo.

—La situación es delicada —dijo—. Hubo una hemorragia cerebral causada por preeclampsia severa. Tuvimos que hacer una cesárea de emergencia para salvar al bebé. Mariana está estable pero en coma inducido. El niño está en incubadora.

Sentí que me arrancaban el alma y me la devolvían hecha trizas. ¿Cómo podía estar agradecido y destrozado al mismo tiempo?

Pasaron días enteros sin dormir, entre máquinas que pitaban y médicos que hablaban en términos que no entendía. Vi a mi hijo por primera vez a través de un vidrio; era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano. Le puse Santiago, como mi abuelo.

Cada día le hablaba a Mariana aunque no respondiera:

—Amor, aquí estamos Santi y yo esperándote. No te vayas todavía.

Doña Rosa seguía rezando y peleando conmigo por cualquier cosa: por cómo le cambiaba el pañal al bebé, por no saber preparar el biberón, por no tener fe suficiente.

Una noche, cuando ya no podía más, salí al jardín del hospital y miré al cielo. Lloré como niño perdido y le pedí a Dios una señal. Algo que me dijera que todo iba a estar bien.

Fue entonces cuando vi una mariposa azul posarse en la banca junto a mí. Era imposible: estábamos en pleno invierno y nunca había visto una mariposa así en la ciudad. Sentí una paz extraña recorrerme el cuerpo.

Al día siguiente, Mariana abrió los ojos.

No fue un milagro instantáneo; su recuperación fue lenta y dolorosa. Pero cada día mejoraba un poco más. Cuando por fin pudo cargar a Santi en brazos, todos lloramos juntos: yo, Doña Rosa, mi suegro y hasta las enfermeras.

Hoy Mariana camina despacio pero firme. Santi crece sano y fuerte. A veces discutimos todavía —la vida no es perfecta— pero cada vez que veo una mariposa azul recuerdo ese momento en que sentí que Dios me escuchó.

A veces me pregunto: ¿Fue realmente un milagro? ¿O fue la fuerza del amor lo que nos salvó? ¿Ustedes qué creen? ¿Han sentido alguna vez que algo imposible les dio esperanza cuando más lo necesitaban?